La apuesta de Nayib Bukele funcionó. Durante los años del último gobierno demócrata en Estados Unidos, el salvadoreño puso toda su inversión de lobby en acercarse a Donald Trump y a su movimiento Make America Great Again (MAGA). Trump ganó y volvió al poder en enero de este año. Bukele ganó con él, ahora se siente más poderoso e impune que nunca, como demostró a lo largo de 2025, un año que hacia el final dejó la última tropelía autoritaria de Bukele: la modificación de la Constitución y del calendario electoral para poder reelegirse en 2027, cuando Trump aún siga en el poder.
Bukele vivió un idilio en su primer año como presidente de El Salvador, cuando el embajador estadounidense era el designado de Trump, Ronald Johnson, a quien Bukele llamaba Ron, con toda confianza, y con quien comía cangrejo en Miami Beach o paseaba junto a su familia en un lago salvadoreño. Bukele incluso inventó una medalla de honor, la Orden Francisco Morazán, y la designó como la más alta condecoración del Estado salvadoreño, para entregarla a su amigo Johnson. En 2021, Trump dejó la Presidencia y con él su embajador se fue del país centroamericano. Llegó Joe Biden y, a finales de mayo de aquel año, volvió a El Salvador quien ya había sido embajadora bajo la administración demócrata de Barack Obama: Jean Manes. Esta vez volvió como encargada de negocios, pero seguía siendo la más alta funcionaria estadounidense en el país. Y, a diferencia de la actitud de Johnson, que no criticó a Bukele ni cuando este medio reveló su pacto con la Mara Salvatrucha-13 en 2020, Manes veía con recelo las grietas a la raquítica democracia que Bukele abría cada vez más. La aspereza entonces alcanzó niveles inéditos. Todo se descompuso pronto, cuando en mayo de 2021 Bukele dio un golpe ilegal contra la Sala de lo Constitucional y el fiscal que investigaba la corrupción de su gobierno, apenas cuatro meses después de que se fuera el embajador trumpista Johnson.
Para entonces, Bukele ya había mostrado su talante sin tapujos: un año antes, en febrero de 2020, se tomó la Asamblea Legislativa rodeado de militares, supuestamente para presionar por un préstamo de seguridad que los diputados, que aún no le eran devotos subordinados, tardaban en aprobar —aunque este medio demostraría que aquello fue más bien una estrategia publicitaria para salir de una crisis de agua turbia que salía por los chorros de miles de hogares del país—.
En sus primeros días, el Gobierno de Biden se proponía conseguir que Bukele se moderara. Aunque a la distancia no lo parezca hoy, aquellos primeros meses marcaron un giro abrupto del tono estadounidense en la región.
Trump se había entregado a su causa durante su primer mandato: canjeó acuerdos agresivos en contra de la migración a cambio de su silencio frente a la corrupción o los abusos de poder en Centroamérica. Biden propuso lo contrario, al menos al inicio: intensificar el trabajo de una fuerza de tarea estadounidense que apoyaría a las fiscalías centroamericanas en sus luchas contra el crimen organizado; y exigir democracia y combate a la corrupción.
Sobre todo cuando sus márgenes de maniobra parecían más amplios, Biden prometió contundencia: “Tendremos nuestras diferencias con el Gobierno de Bukele”, sentenció en una entrevista de El Faro el asesor de seguridad nacional estadounidense Juan González, y agregó de inmediato: “El líder que no esté listo para combatir la corrupción no será un aliado para Estados Unidos”. El 1 de mayo de 2021, Bukele impuso a su fiscal general y a sus magistrados de la Sala de lo Constitucional. Jean Manes volvió el 26 de mayo. Esta vez, para apagar fuegos. En menos de cuatro meses desde la toma de posesión de Biden, El Salvador había tenido elecciones legislativas, y Bukele ganó una mayoría calificada en la Asamblea Legislativa. Acumuló todo el poder y empezó a dejar claro que no recularía. El 11 de junio de ese mismo año, el fiscal que él impuso ordenó allanar las oficinas de los fiscales que llevaban años investigando la corrupción de Bukele y sus pactos con pandillas.
Claro está: Bukele, que había tenido una luna de miel con la administración Trump, a la cual incluso pidió que despidiera a un contratista estadounidense que investigaba los vínculos de su Gobierno con la Mara Salvatrucha-13, ya no quería mesura, y mucho menos que los estadounidenses ahora le pidieran tenerla. Manes supo que aquel despido fue para ocultar la evidencia de corrupción y pactos criminales que Bukele había realizado, según reveló en 2023 el medio Prensa Comunitaria y desarrolló este 2025 ProPublica. Al poco tiempo de haber vuelto a la Embajada, la diplomática tomó cartas en el asunto: hizo que destituyeran al jefe de estación de la CIA en El Salvador, porque era “demasiado cercano a Bukele”, según publicó, con documentos oficiales, el mismo medio.
Bukele había pasado del idilio trumpista a la animadversión demócrata. Y aquello no paró. El 1 de julio de 2021 se publicó la lista Engel, donde el Departamento de Estado incluye a aquellos funcionarios que cree corruptos. En ella aparecían el secretario jurídico de Bukele, su jefa de Gabinete, su jefe de cárceles y sus ministros de Seguridad y Agricultura. En menos de seis meses desde que Johnson se fue, la relación con Estados Unidos había pasado de sonrisas, cangrejos en Miami y paseos en lancha a acusaciones públicas de corrupción y pactos criminales. Bukele contestó con un largo tuit menospreciando la lista como una jugada política que encubría a los verdaderos corruptos de Centroamérica. Cerraba diciendo: “Lo siento, al menos a mí no me dan atol con el dedo. Gracias por la lista, pero en El Salvador ya tenemos la nuestra”.
Y así siguió aquel enfrentamiento diplomático, con Bukele atacando en redes sociales, comparando la agenda de Biden en El Salvador con “la destrucción y muerte en Afganistán” y exigiendo a Estados Unidos: “mantengan su ‘democracia’ alejada de nuestro país”.
En septiembre, los magistrados impuestos por Bukele hicieron una cantinflesca relectura constitucional para determinar que él sí podía correr para la reelección en 2024, a pesar de que cuatro artículos de la Carta Magna eran elocuentes en decir lo contrario. Manes reaccionó comparando las estrategias de Bukele con las que el venezolano Hugo Chávez había usado para perpetuarse en el poder. Chávez, ícono de la izquierda, y Bukele, hoy abanderado de la derecha.
En noviembre de ese 2021, Manes anunció en una conferencia de prensa que ya no había diálogo con el Gobierno de Bukele, que dejaba el país: “¿Para qué voy a seguir aquí si no tenemos contraparte en este momento?”. Días después, el exembajador Johnson publicó en sus redes sociales una fotografía con su esposa, Bukele y su familia, con árbol navideño y un mensaje: “Fue estupendo pasar tiempo en nuestro hogar de Miami con el presidente salvadoreño Bukele”.
Las cartas estaban sobre la mesa: con los demócratas todo se había roto. Bukele apostaría por el retorno de Trump.
Con el tiempo, tras dos años sin embajador estadounidense en El Salvador, la Administración de Biden envió en enero de 2023 a William Duncan, un veterano diplomático, con más de 30 años en el Servicio Exterior. A partir de entonces, las relaciones entre la Embajada y Bukele volvieron a ser cordiales, pero la apuesta del salvadoreño no cambiaría: Trump era su candidato. Solo entre abril y junio de 2023, meses antes de que Bukele se inscribiera inconstitucionalmente en octubre como candidato a la reelección, el Gobierno de Bukele pagó 325,000 dólares a la empresa Latin American Advisory Group LLC, de la que es socio el lobbista argentino Damian Merlo, cercano a la ultraderecha estadounidense.En abril de 2022, Bukele no renovó un contrato por más de medio millón de dólares con la oficina del conocido lobbista Thomas Shannon, subsecretario de Estado de Obama y co-presidente en ese momento del influyente tanque de pensamiento Inter-American Dialogue. Arnold & Porter también había representado en Washington al Gobierno salvadoreño anterior, el de Salvador Sánchez Cerén. Shannon acercó a Bukele a altos funcionarios del Departamento de Estado, emócratas en el Congreso y periódicos grandes de Estados Unidos. Eran días en los que la relación entre gobiernos todavía languidecía tras la salida de Manes.
Vientos a favor
El 1 de junio de 2024, Bukele se vistió de prócer, en una larga levita negra, ornamentada con ribetes dorados, e hizo que la plaza abarrotada levantara la mano y repitiera cada palabra: “Juramos defender incondicionalmente nuestro proyecto de nación, siguiendo al pie de la letra cada uno de los pasos, sin quejarnos. Y juramos nunca escuchar a los enemigos del pueblo”.
En la elección presidencial en febrero de ese año, violando la Constitución que juró defender, Bukele se declaró ganador antes de que los resultados oficiales lo coronaran. Para inicios de junio, las críticas de senadores y congresistas demócratas fueron varias, mientras que el movimiento MAGA envió a una fuerte representación a la toma de posesión, incluido el hijo mayor de Donald Trump. Llegó también el viejo amigo Ronald Johnson. Llegó Tucker Carlson, el excomentarista de Fox News que en 2021, cuando Bukele creía no tener ni un amigo en Washington, le prestaba su micrófono. También llegaron Matt Gaetz, representante de Florida, y Mike Lee, senador de Utah. Trump también apostaba a Bukele.
Dos años y medio después de la estruendosa ruptura con Manes por aquel golpe a la Corte Suprema que terminaría avalando su reelección, el país ya era suyo. Ya ningún despacho del Estado desafiaba su poder total. La Administración de Biden también cedió. El día de la toma de posesión inconstitucional de Bukele, el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, el jefe de la aceitada maquinaria estadounidense de deportaciones, llegó a El Salvador a felicitar a Bukele, que recibió su mano con una sonrisa. “Ahora que el Presidente Bukele se embarca en su segundo mandato, quiero expresar la dedicación de Estados Unidos para apoyar el crecimiento y la prosperidad de El Salvador a través de una cooperación bilateral continua”, dijo el representante de Biden.
Ese día quedó a la vista lo que El Faro venía informando durante meses: el presidente de Estados Unidos, sus secretarios, sus asesores y sus diplomáticos, habían decidido, a mediados del período de Biden, ya no criticar la reelección de Bukele. Era una tarea demasiado costosa, y de todos modos inútil, decían cuando El Faro les preguntaba en Washington. Sabían que el salvadoreño no se echaría para atrás, ni tampoco sus votantes. Era demasiado popular para desafiarlo, demasiado viral, demasiado conectado con los votantes en California, Maryland o Long Island.
El día de la segunda inauguración de Bukele, faltaban aún cinco meses para las elecciones en Estados Unidos. “Aquí no encarcelamos a la oposición”, dijo Bukele en un video en redes con su invitado de honor, Donald Trump Jr, haciendo alusión a la condena por corrupción que recibió Trump semanas después, en agosto de 2024, por sobornar a una actriz pornográfica y falsear registros financieros para esconder los pagos.
Mientras los dos hombres cruzaban palabras, la Policía y Fiscalía de El Salvador, que Bukele controla, preparaban cargos por terrorismo contra viejos cuadros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, el FMLN, el partido de izquierdas con el que se lanzó una década antes a la política. Los cargos fueron sustentados con fotografías que mostraban apenas unos petardos como los que se usan en las marchas, y el juicio fue declarado secreto, como todos los juicios sensibles en la era Bukele, que suman acusaciones a más de 87,000 personas.
Y así, entre felicitaciones y fotos sonrientes con los miembros de MAGA, llegó la noche del 5 de noviembre de 2024, y Trump ganó a la demócrata Kamala Harris. Antes de que los medios estadounidenses otorgaran la victoria, Bukele aplaudía su regreso. Anunció en X, la plataforma de Elon Musk, gran financista de campaña del candidato republicano, que había llamado a Trump para felicitarlo. Aprovechó para denunciar “el efecto a veces nocivo de los fondos de cooperación estadounidense” y a las “oenegés financiadas por Soros” en El Salvador.
2024 terminó dejando a Bukele en una posición inmejorable: con el control total de su país y con un poderoso amigo en el norte.
El espectáculo de los carceleros
Bukele y Trump se han visto en público dos veces. La primera fue en septiembre de 2019. Bukele había llegado a la Asamblea General de Naciones Unidas, donde se presentó con su primer discurso ante la diplomacia mundial tomándose un selfie desde el púlpito y lamentando que “este formato de asamblea se vuelve cada vez más obsoleto”. Durante su viaje a Nueva York, el presidente salvadoreño reservó sus elogios para su contraparte en Estados Unidos: “Tenemos la esperanza de que esta reunión solo fortalezca nuestra relación. El presidente Trump es muy simpático y cool, y yo también soy simpático y cool”, dijo Bukele al lado del estadounidense, entre las risas de su audiencia, en las instalaciones de Naciones Unidas. “Los dos usamos Twitter bastante, así que, ya saben, vamos a llevarnos bien”. Casi seis años después, en abril de 2025, cuando se volvieron a ver en la Casa Blanca, Bukele ya era invitado de honor y los círculos de poder de ambos hombres rodeaban los sofás. Del lado salvadoreño estaban la secretaria de comunicaciones, Sofía Medina, quien además es pareja del primo hermano de Bukele, Xavier Zablah Bukele, el presidente del partido Nuevas Ideas; la asesora Sara Hanna, venezolana que presume de más poder que el Gabinete, aunque no tiene cargo público formal; los ministros de Defensa y de Seguridad, piezas clave en el engranaje del régimen de excepción, la política más conocida de Bukele internacionalmente; y tres cuadros de su diplomacia: la canciller Alexandra Hill, la embajadora en Washington Milena Mayorga y el lobista Damian Merlo. En los colchones estadounidenses se sentaron el vicepresidente JD Vance y el secretario de Estado Marco Rubio, compañeros y rivales en las altas esferas de MAGA; y la fiscal general Pamela Bondi. A sus espaldas estaban, entre otros, la secretaria de Seguridad Nacional Kristi Noem y Stephen Miller, subjefe de Gabinete y principal arquitecto de la embestida de Trump contra la población migrante del país, entre ellos cientos de miles de salvadoreños que residen indocumentados en Estados Unidos. La reunión duró 43 minutos. Bukele y Trump pasaron de un tema a otro al estilo de dos comentaristas de Fox News. Pasaron, por ejemplo, de la incompetencia de la prensa a las leyes que, en palabras de Bukele, “permiten a los hombres abusar de las mujeres en el deporte”, refiriéndose a la participación de atletas transgénero en competencias femeninas. Sin embargo, una lectura más fina de aquel encuentro permite entender mejor la relación: Bukele habló apenas tres minutos, y su participación más prolongada no alcanzó el minuto. Gran parte de ese pequeño tiempo fue ocupado para contestar a las bromas de Trump o complementar algo que el estadounidense dijo. A partir de la mitad de la reunión pública, Bukele no habló más y fue Trump o los suyos quienes contestaron a la prensa y dijeron lo que quisieron. Bukele estaba ahí al lado, sonriendo, viendo el espectáculo de su líder. Las jerarquías ya habían quedado claras meses atrás, en julio de 2024, cuando Trump era candidato republicano y dijo en la Convención Nacional de su partido que Bukele decía haber solucionado el problema de criminalidad, pero que más bien estaba enviando a todos sus delincuentes a Estados Unidos. Bukele, que ha atacado a varios presidentes desde sus redes sociales, se conformó con publicar un mensaje sencillo evitando mayor confrontación: “Taking the high road”, que puede traducirse como “en un plano más alto”.
Sin embargo, por más que Bukele fuera casi un mero espectador sonriente, aquella reunión en Washington dejaba claro lo que ya podía intuirse: Trump cobijaría a Bukele y sus desmanes autoritarios toda vez que el salvadoreño le fuera leal.
Un mes antes de aquella reunión, en febrero, Marco Rubio, el secretario de Estado de Trump, visitó a Bukele en El Salvador y, tras tomarse una foto en un muelle frente al lago de Coatepeque, anunciaron que trabajaban en un acuerdo bajo el que Bukele prestaría su prisión del CECOT para que Estados Unidos enviara a cuanto criminal quisiera.
Un mes después, en marzo, aterrizaron siete vuelos con 200 venezolanos y 23 salvadoreños provenientes de Estados Unidos, acusados de ser miembros de El Tren de Aragua, una organización criminal venezolana, y de la Mara Salvatrucha-13. El espectáculo en territorio salvadoreño fue una cuidada producción de la maquinaria de propaganda que mostraba cómo los policías y custodios salvadoreños arrastraban a aquellos hombres, los hincaban, los rapaban y los encerraban.
Fue hasta después de eso cuando Trump recibió a Bukele en la Casa Blanca. Primero, hizo a Bukele cumplir su osada promesa. Después, lo dejó sentarse a su lado en Washington.
A finales de este 2025, el acuerdo entre Rubio y Bukele para enviar a esos presos no es público, pero diferentes medios estadounidenses e informes de organizaciones humanitarias han revelado varios escandalosos detalles sobre el pacto.
CNN reveló que uno de los hermanos de Bukele escribió correos a Michael Needham, consejero y jefe de personal de Rubio, ofreciéndole un descuento del 50 % por cada reo recibido en El Salvador si Estados Unidos enviaba a los nueve líderes de la MS-13 capturados en México por el Grupo Vulcan. En una entrevista con una televisora salvadoreña, Milena Mayorga, la embajadora de Bukele en Washington, confirmó que un punto de honor del acuerdo era justamente la devolución de los pandilleros. En los vuelos que llegaron en marzo venía uno de ellos, César Humberto López Larios, Greñas, un líder histórico de la MS-13. La primera muestra de buena fe del Gobierno de Trump, que obligó al exjefe de Vulcan, ahora fiscal de Nueva York, John J. Durham, a pedir a la jueza del caso desestimar los cargos contra el hombre a quien persiguió durante años. Tras su éxito en devolver a Greñas, cuya captura costó miles de dólares de contribuyentes estadounidenses, la Fiscalía controlada por Trump pidió lo mismo para Vladimir Antonio Arévalo, Vampiro, otro de los líderes mareros, pero esta vez los abogados defensores exigieron en la Corte que la Fiscalía explique cuáles son las “razones geopolíticas” por las que piden desestimar los casos en Estados Unidos. El proceso sigue su curso y los abogados de Vampiro están convencidos de que si las acusaciones contra su cliente son desestimadas en Nueva York y él es enviado a El Salvador, su vida corre peligro y los siete mareros que quedarían serían tarde o temprano enviados al país, incluido Élmer Canales Rivera, Crook, cuya liberación ilegal de la cárcel en El Salvador en noviembre de 2021 es la mayor prueba viviente de los pactos entre Bukele y la MS-13. Human Rights Watch publicó en noviembre de este año un informe detallando las torturas que padecieron los venezolanos encerrados en el CECOT, muchos de los cuales no eran sino simples migrantes indocumentados detenidos en aquel país, y no criminales. El Washington Post reveló que Rubio ofreció a Bukele cancelar acuerdos de cooperación que algunos de esos líderes pandilleros habían hecho con la Fiscalía estadounidense para dar información sobre sus pactos con Bukele. El medio señaló que Crook incluso había ofrecido videos y otras pruebas.
Uno de los pactos internacionales más turbios y opacos se consolidó este 2025 y sigue en curso: Bukele ofreció su megacárcel de torturas a Trump; Trump, a cambio, le ofreció impunidad en las cortes estadounidenses.
Bukele entendió el nivel de licencia que desde Estados Unidos se le ha dado este 2025 y desató el año más represivo desde que llegó al poder: el régimen de excepción sigue vivo desde marzo de 2022, las cárceles están repletas de inocentes, en mayo el régimen salvadoreño encarceló a activistas ambientales, un abogado constitucionalista y a una de las más notorias defensoras de los derechos humanos y crítica de la corrupción gubernamental, Ruth López, y también aprobó una Ley de Agentes Extranjeros, que impone un 30 % de ingresos a toda organización o persona que sea considerada bajo ese cánon, asfixiando a organizaciones de la sociedad civil y medios independientes. Entre mayo y junio, tras ser víctimas de seguimientos y acoso policial en sus casas y la revelación de que algunos periodistas de El Faro tenían orden de captura por haber publicado información del pacto de Bukele con pandilleros, casi medio centenar de periodistas abandonaron el país, incluida la Asociación de Periodistas de El Salvador, que trasladó sus operaciones fuera de las fronteras salvadoreñas. El exilio salvadoreño fue masivo este 2025, el año en que Bukele decidió expulsar del país a sus críticos.
Pero fue el último día de julio de 2025 cuando Bukele cumplió a través de sus diputados su último deseo ahora que se siente cobijado por Trump, lejos de aquellas sanciones a sus funcionarios desde Washington y a las lacerantes comparaciones con Hugo Chávez desde la Embajada en San Salvador: un día antes de que los salvadoreños se fueran de vacaciones por las fiestas agostinas, su Asamblea Legislativa modificó la Constitución en menos de seis horas y aprobó la reelección presidencial indefinida. Bukele puede reelegirse cuantas veces quiera. Pero eso no bastó. Bukele quiere reelegirse mientras Trump siga en el poder. Por eso, junto a esa reforma, la Asamblea adelantó a 2027 las elecciones presidenciales previstas para 2029. Un cálculo de tiempo: Trump deja el poder en 2028.
Bukele, que ya antes apostó por Trump, vuelve a hacerlo, confiando en que desde la Casa Blanca no habrá ninguna queja cuando decida seguir siendo presidente de El Salvador por tercer periodo consecutivo y bajo unas elecciones bufas que él desde ya controla a plenitud.

