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Esa noche supe que era una exiliada

Chile: ¿cuándo asumiste tu exilio?

Soy parte de esa generación de periodistas que aprendió a hacer el mejor periodismo de investigación, con rigor, veracidad, rostros y voces de victimarios, y a prueba de torturas, en el exilio y bajo la represión en Chile. Ilusamente decíamos que, si ellos mentían, nosotros “disparábamos” con la verdad: nuestra mejor arma.

Mónica González*

Esa noche supe que era una exiliada

Rebobino piel y retina para intentar atrapar a la joven que fui a los 22 años. Tenía dos hijas muy pequeñas a las que amaba con locura, mientras tejíamos con mi compañero una familia que daba cobijo a muchos amigos con los que intentábamos correr la línea del horizonte. Éramos parte de una generación que, por primera vez, sentía que podía tocar el cielo y cambiar el rostro de la miseria en nuestro país. Salvador Allende, médico y líder socialista, había logrado el hito inédito: un gobierno de izquierda por el voto popular —la vía pacífica— y anunciaba una Reforma Agraria y la nacionalización de las minas de cobre en manos de tres transnacionales.

Era periodista de un diario (“El Siglo”) y parte de un equipo de gran talento y convicción que sin tregua buscaba cada día mostrar el rostro de aquellos que desde las sombras organizaban y financiaban paros de transportistas y de médicos o acaparaban y sacaban del mercado la harina, leche, pollo y alimentos básicos para exacerbar la ira en la población. Con atentados terroristas en oleoductos, líneas férreas y hasta intentando volar el aeropuerto de la capital, inoculaban terror.

Pero a nosotros aquello no nos paralizaba. Nos sentíamos parte de un río que a fuerza de mucho trabajo, amor y cantos podía detener a los golpistas. Cómo no recordar esas canciones que nos invitaban a sumarnos a ese río bullente de vida. Tan lejos de una trinchera repleta de millones de sueños aplastados. 

No fue así. Y las bombas que el 11 de septiembre de 1973 destruyeron el palacio presidencial donde poco antes el presidente Allende nos hablaría por última vez pidiéndonos que no nos dejáramos masacrar, partirían mi vida en dos. Me había quedado en el descampado: sin casa (fue allanada y saqueada); sin trabajo, ocupado por militares y algunos de mis colegas hechos prisioneros; sin techo, sin suelo, sin muros, con el miedo intentando permear cada rendija de mi cuerpo. Desnuda en la plaza pública… Pero tenía dos hijas pequeñas a quienes debía alimentar y proteger.

De inmediato comenzó la resistencia. La tarea urgente fue recoger los nombres de hombres y mujeres asesinados en esos primeros meses de dictadura; identificar a los que eran arrastrados a prisiones secretas, ubicar con precisión esas cárceles clandestinas donde se torturaba con una crueldad que desconocíamos. Y lo más duro: buscar a quienes parecía los había tragado la tierra. No se pronunciaba la palabra “desaparecido”. No sabíamos que deberíamos rastrear sus cuerpos por el desierto, ríos, montañas y mar por muchos años. Y que seguiríamos buscando…

Salvar vidas. Y en esa tarea un día me vi recibiendo una instrucción. Debía partir. No quería. Pero así fue como un día aterricé en París, el destino que yo no escogí. La vorágine de los acontecimientos me envolvió. Organizar la vida para seguir intentando salvar vidas, fue prioritario. Cada día se sabía de nuevos nombres de compañeros y compañeras asesinadas, de aquellos que eran hacinados en condiciones inhumanas en campos de concentración. Y la lista que crecía de aquellos que el régimen de Augusto Pinochet decía “¡mienten!, nunca fueron detenidos”; “cruzaron la cordillera hacia Argentina para formar una guerrilla y atacarnos”.

Solo las caritas y risas de mis hijas me recordaban cada mañana, cuando las llevaba al Jardín Infantil, que la vida seguía…

Para ganarme la vida trabajaba de obrera en la imprenta de la Municipalidad de Sarcelles, al norte de París. En ese recinto donde me imbuí de solidaridad recurrí a los cantos que me habían alimentado tantas veces para sacar de entre los rodillos del imponente offset impresos de hasta cinco colores que mis compañeros con manos expertas me enseñaron a producir. Al finalizar la jornada venía lo duro. Había que desmontar y limpiar cada pieza y dejarla impecable para el día siguiente.

Una tarde, el pequeño hijo que latía en mis entrañas no soportó el tirón y se escurrió entre mis piernas en miles de gotas rojas, Con mis manos intenté sujetarlo. Le hablé. Le pedí perdón. Lo acurruqué. Demasiado tarde. No pude decirle que lo amaba, que esto era solo una pesadilla, que ya pronto sus hermanas volverían a jugar con Danilo y Diego en el Jardín Bambi. Ese hijo no tiene tumba. Esa noche supe que era una exiliada.

Cuando volví a la calle, supe que ser exiliada en mi caso, no era buscar en vano la Cordillera de Los Andes. Que la verdad era que estaba como gato al que le han cortado los bigotes, porque cuando me subía al metro no sabía descifrar los rostros de alegría o miedo de la gente, ni leer en sus ojos que algo sucedió esa mañana o en la noche. Desconocía los sonidos que acompañan los rincones de la ciudad y van cambiando al ritmo de sus movimientos cotidianos. Eso que me ata a la ciudad donde vivo, sueño y amo: respiro su pulso en mi retina, en mis poros y en mi olfato. Ahora había temor, miedo a perder en ese exilio sin fin el sentido de urgencia, esa brújula inserta en tus venas… La pérdida de un hijo sacude, remece.

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Fue un cambio, un giro radical. A partir de ese momento aproveché cada instante con mis hijas para contarles una y otra historia de su país, de lo nuestro y de los nuestros; de nuestros ríos y bosques. De las historias de María, esa niña pobre y traviesa que siempre sabía cómo reír. De lo que me enseñó mi padre. Del fútbol que me apasiona y de los cantos que me emocionan. Y busqué con ahínco en ferias y mercados albahaca, cilandro, paltas chilenas y porotos granados para recrear olores de casa chilena en mi cocina y acoger a los que llegaban del horror en Chile. O a los que sentían la mordida del exilio. Aprendí que cocinar entre exiliados haciendo que cada uno pique algo que va a la olla, es la mejor terapia colectiva para masticar el dolor. Y que saborear lo cocinado juntos hace sacar la música que llevamos dentro.

Por esa cocina pasaron decenas de hombres y mujeres que bajo el embrujo del aroma de casa chilena pudieron al fin expulsar episodios que se les habían quedado incrustados. Como mi hijo en ese frío sótano de Sarcelles. Y así se fue armando un registro para la historia.

Me hice experta en archivos mentales. Y de ahí al archivo de papel fue solo un paso. Había que diseccionar la máquina de muerte. Si queríamos impedir que se volviera a poner en marcha había que detectar a tiempo cuando la están aceitando, quién la diseña, recluta a sus operarios y a los agentes del terrorismo de Estado. Y lo más importante: quiénes la financian. 

Fue así cómo recuperé la práctica de armar y mantener un archivo, la que me había enseñado mi primer maestro en periodismo en la Universidad de Chile: el gran corresponsal de guerra, Mario Planet. Con vergüenza entendí que nunca logré dimensionar la importancia de los archivos bien nutridos para hacer los mapas de la corrupción, de los saqueadores, de los autoritarios y, por cierto, de los asesinos. Para rastrear dónde y cómo han sofisticado sus técnicas de tortura y “ablandamiento”. Cuál es el manual que siguen para doblegarte, someterte. Y allí en París, tuve grandes maestros que habían pasado por las cárceles de los nazis y me enseñaron que lo primero es conocer mis debilidades y miedos, masticarlos y asumirlos. Para resistir. 

Leía en cada instante del día que se abría un paréntesis. Y casi siempre de noche. Robándole al sueño. Pero había urgencia. Y cuando leí “La Orquesta Roja” de Gilles Perrault, y conocí a su protagonista, supe que ya estaba lista para regresar. Me había atrapado la pasión por el periodismo de investigación. Eso era lo que había que hacer: diseccionar la corrupción sin control de las principales figuras de la dictadura, empezando por Pinochet. Confieso que no imaginé que años más tarde lograría descubrir cuán corrupto era.

Era fines de 1978, la dictadura seguía asesinando y haciendo desaparecer. Yo tenía un tesoro: un incipiente archivo. Y pensaba que ya no era periodista. Cuan equivocada estaba. Lo sabría cuatro años más tarde. Pero en esos años, el archivo fue creciendo. Siempre ordenado. Ha sido mi caparazón. Allí hay documentos únicos. Sí, confieso que he robado. Pero si no lo hubiera hecho, los habrían quemado o hecho desaparecer, como a muchos de mis amigos. Y es el registro de una masacre. Y de un despojo. 

Me provoca asombro hoy recordar lo que detonó en mí el saber que era “exiliada”. Claro, confieso también que tiene aristas bien miserables. Como negarme a conocer el Museo del Louvre por muchos años o disfrutar de unas horas de relajo en las Galerías Lafayette o en la ribera del Sena.

Con cierto orgullo proclamo que soy parte de esa generación de periodistas que aprendió a hacer el mejor periodismo de investigación, con rigor, veracidad, rostros y voces de victimarios, y a prueba de torturas, en el exilio y bajo la represión en Chile. Ilusamente decíamos que, si ellos mentían, nosotros “disparábamos” con la verdad: nuestra mejor arma. No podíamos mentir. Raro, ¿no?: querer demostrarles a corruptos y autoritarios que ellos mienten; que nos pueden encarcelar, perseguir, acosar, e incluso matar a algunos de los nuestros, pero no vamos a mentir. Bien soberbia nuestra actitud moral: ellos mienten, nosotros decimos la verdad. Y otra proclama: o estas contra la dictadura o no eres periodista, sino cómplice.

Eso sí, esa soberbia nunca va acompañada de ostentación de lo que haces. Y creo que allí está el meollo de lo que aprendí: no eres Batman ni Súper Woman, ni El Llanero Solitario ni La Mujer Maravilla; eres parte de una cadena a la que concurren distintas personas que arriesgan mucho por entregar un dato, un documento. Uno está al final y le da forma a la historia. ¿Para qué? Para que ninguna figura pública o autoridad tenga espacio para decir: “no, yo no supe”. Para escribir la historia y apurar el giro hacia la libertad. Para acortar el sufrimiento de tantos que buscan a los suyos. Para que les permitamos cumplir con el rito ancestral de enterrar a sus muertos. Para que mañana no sea difícil recuperar lo que robaron porque todo está documentado.

En estos últimos veinte años he tenido el privilegio de palpar y masticar la impronta y sello ético de Gabriel García Márquez como una marca a fuego en al menos tres generaciones de periodistas latinoamericanos. En esa escuela he aprendido de la humildad, del coraje y la inteligencia de los mejores. Por la Fundación que él creó —junto a Jaime Abello— han pasado muchos periodistas exiliados. Él nos enseñó a ser artesanos para enfrentar la adversidad: tejedores de redes. El gran privilegio hoy es ser parte de lo que llamamos “la mafia de los buenos”.

*Periodista chilena que padeció el exilio durante la dictadura de Pinochet, presidenta del Consejo Rector de la Fundación Gabo.