El exilio nos alcanza
<p>Antes de publicar una serie de entrevistas a dos líderes pandilleros que pactaron con Nayib Bukele, cuatro periodistas de El Faro salieron del país como medida de precaución. Luego tres más; luego diez más; y, con las semanas, por diferentes circunstancias, 25 colegas más de otros medios. En junio ocurrió el gran éxodo del periodismo salvadoreño independiente y de decenas de activistas por los derechos humanos y ambientales. Tras un mayo donde la dictadura salvadoreña arremetió con fuerza, este es un retrato de un exilio que ya venía ocurriendo con cuentagotas desde que Bukele llegó al poder, pero que nunca había sido tan masivo y evidente como ahora.</p>
Óscar Martínez Carlos Martínez
Uno: mal cálculo
Calculábamos que serían solo unos días fuera del país. Calculábamos que, tras publicar, luego de medir riesgos durante una semana y de que la dictadura salvadoreña se distrajera con otro tema, aterrizaríamos de vuelta en el aeropuerto Monseñor Romero, pasaríamos por Olocuilta comiendo pupusas, dormiríamos en nuestras casas, recogeríamos a nuestras mascotas, besaríamos a nuestros hijos. Nos veíamos de vuelta ese mismo mayo. Salimos con maletas de mano: nadie llevaba más de diez calzoncillos. Pensábamos en aquella construcción desalmada que inventamos para estas situaciones y que tantas veces funcionó: “salida preventiva”. Uno de nosotros, por primera vez, mencionó que la dictadura nos lo cobraría caro. Pero seguimos diciendo “salida preventiva”. Lo seguimos diciendo una semana después, dos semanas después, un mes después de no poder volver, y aún ahora, aunque menos, cuando ya algunos también empezaron a decir “exilio” y a buscar casas en otros países.
El día que publicamos, los principales autores de las entrevistas a los dos líderes pandilleros estábamos repartidos en diferentes ciudades, en nuestra “salida preventiva”: Nueva York, Ciudad de México, Guatemala, Los Ángeles. Las salidas preventivas siempre fueron sustitutas edulcoradas del exilio, aunque nunca nos lo dijimos así. Eran degradaciones del gris normativo y triste del exilio. Una lucecita al final del túnel. Un túnel que no se asume. La construcción misma habla más del regreso que de la salida: eran preventivas. Un rato, ya volveremos.
A las 2 de la tarde del jueves 1 de mayo, el primer capítulo salió al aire: “Las confesiones de Charli: entrevista con un líder pandillero que pactó con el Gobierno de Bukele”.
En El Salvador, el popular dictador Nayib Bukele es el rey de las redes sociales. Los likes, los corazoncitos, los comentarios y las vistas son comarcas de su reino. 3.8 millones de vistas en dos años tiene en YouTube su video más popular sobre la cárcel del CECOT, la única de las 22 cárceles salvadoreñas que Bukele quiere que el mundo vea; tres millones de vistas en dos años tiene también el segundo video más visto en su canal, titulado “¿Por qué destruimos las lápidas en las tumbas de los pandilleros?”. Suena poco para un youtuber que de oficio se pase la vida recorriendo países para hacer muecas ante una comida picante en algún lugar de Asia o para aprender a saludar en suajili, pero es mucho para el dictador de un país como El Salvador, con alrededor de seis millones de personas. Además, eso es lo que ocurre nada más en su canal. En YouTube, en todas las redes, Bukele es una marca y no es raro que un día se publiquen más de 100 videos con su nombre en diferentes canales. Publicar sobre Bukele en redes sociales es competir con lo que han publicado cientos de personas, algunas con millones de seguidores, otras a las que apenas sigue su familia.
Tras 24 horas, el primer video -donde dos pandilleros que escaparon del régimen de excepción de Bukele, gracias a la ayuda del Gobierno de Bukele, confesaron los detalles de un pacto que duró más de ocho años con el entorno de Bukele- había alcanzado 326,837 vistas. A día de hoy, a dos meses de su publicación, las tres entregas alcanzan dos millones de vistas en YouTube. En el resto de las redes sociales del periódico, los fragmentos de la entrevista publicados superaron las 15 millones de visualizaciones.
En los 93 minutos que suman los tres capítulos, los líderes pandilleros del Barrio 18 Revolucionarios ametrallaron con sus revelaciones la imagen del Bukele severo y archienemigo de los pandilleros: dijeron que el FMLN pagó a las pandillas un cuarto de millón de dólares para que Bukele llegara a la Alcaldía capitalina cuando aún se decía izquierdista; que, como alcalde, Bukele les entregó puestos en un mercado a cambio de que le permitieran operar; que, una vez presidente, el pacto continuó e incluía reglas para que los pandilleros pudieran seguir extorsionando y asesinando; que ellos manejaron el control de la pandemia en sus barrios y también la entrega de los bonos de ayuda; que el Gobierno de Bukele les ayudó a ambos a escapar del país. Abundante evidencia ya publicada por el periódico sostenía las afirmaciones de los pandilleros, pero en estos tiempos está claro que no es lo mismo ver publicado un documento de inteligencia con sellos y firmas oficiales que ver a un famoso líder pandillero prófugo diciéndolo en cámara. Mucha gente quiere que la realidad se le revele como una serie de Netflix. Y muchos salvadoreños así consumieron la serie de entrevistas. Tras publicar, en solo minutos, cada capítulo alcanzaba miles de vistas. Cuando la serie terminó de publicarse, habíamos sumado 50,000 nuevos seguidores en nuestras redes sociales.
A Bukele, que da órdenes a sus ministros por X; a Bukele, que anunció sus más importantes pasos políticos en lives de Facebook; A Bukele, que borró 144 tuits cuando ya no le convenía hablar bien del periodismo libre o felicitar “el progreso” de la Nicaragua sandinista que “se ve en todos lados” o conmemorar el cumpleaños del Che Guevara con un trillado: “si avanzo, sígueme; si me detengo, empújame; si retrocedo, mátame”; a ese Bukele, al de siempre, no le gusta ceder ni un centímetro en las redes sociales. Antes de ser todopoderoso en el país, ya lo era en las redes sociales del país.
Los videos de las confesiones de los pandilleros que publicamos conquistaron su reino por varios días y a poco más de un mes de que Bukele recibiera en su megacárcel a los más de 200 venezolanos enviados por Donald Trump. Bukele, a la vera de Trump, era por aquellos días el vencedor de los criminales, el dueño de la cárcel continental. En los videos de El Faro que se viralizaron desde el 1 de mayo, en cambio, era lo que fue durante ocho años: el socio político de los pandilleros.
Apenas tres horas después de la publicación, el director del Organismo de Inteligencia del Estado de Bukele, Peter Dumas, posteó en X: “No hay que tirar morteros a los que tienen bombas”; y luego, en respuesta a un post de un colega periodista, insinuó que acumulábamos varios delitos: “vinculados a maras, narcotráfico, abusos sexuales, trata de personas y otros delitos… No pueden escudarse para siempre en el fuero invisible del ‘periodismo’”.
Esa misma noche, una fuente con conocimiento puntual del proceso interno nos advirtió que se preparaban en la Fiscalía al menos siete órdenes de captura en nuestra contra por delitos relacionados con pandillas.
Desde que el régimen de excepción inició en marzo de 2022, el debido proceso se anuló para quien sea acusado de pandillero: los juicios son secretos, los jueces no tienen rostro, el juicio puede ser uno solo para hasta 900 acusados, la prisión preventiva no tiene límite, las pruebas en muchos casos -cuando pudimos obtener 690 acusaciones iniciales contra capturados- son tan poco pruebas que a veces solo dicen que el detenido fue detenido porque “mostró nerviosismo”.
El destino que nos sugería la advertencia que recibimos, ese que ya padecen decenas de miles de inocentes entre los más de 85,000 capturados durante el régimen, no amenazaba con un proceso público y escandaloso, sino con una vida en las cárceles de Bukele. De esas cárceles hemos publicado varias atrocidades: que su director, Osiris Luna Meza, junto a su madre robaron miles de sacos de alimentos destinados a paliar el hambre en la pandemia y usaron reos para reempacarlos; que la tortura es sistemática; que uno de los torturadores es un custodio conocido como Montaña, que su nombre es William Ernesto Magaña Rodríguez, y que según uno de los reos que lo padeció solía decir una frase antes de torturar: ‘aquí huele a rata y a mí me gusta matar a las ratas’; que usan bolsas negras para asfixiar y técnicas dolorosas para colgar los cuerpos; que varias personas sin antecedentes ni tatuajes de ningún tipo han salido cadáver de esas mazmorras con signos de tortura y sin haber sido condenadas por absolutamente nada; que los forenses del régimen se limitan a sanitizar las autopsias escribiendo un estribillo: “muerte por edema pulmonar”, que es casi tan específico como decir que alguien murió porque dejó de vivir.
“¿Te imaginás cómo nos recibiría Montaña en la cárcel?”, preguntó uno de los colegas.
La cualidad preventiva de nuestra salida empezaba a dilatarse en la incertidumbre: unos días fuera son manejables; unas semanas fuera te hacen pensar en la vida mínima: los recibos de tu casa en El Salvador, aquella cita médica, el evento en la escuela de tu hija; imaginarse más allá de un mes sin poder volver te bloquea el pensamiento. Todos lamentamos, a pocas horas de haber publicado, la sobriedad de nuestras maletas. “Estamos cagados”, dijo un colega en una reunión virtual, resumiendo el pensamiento colectivo. Pero la lógica siguió siendo la misma: volver pronto. Denunciar lo ocurrido, alertar a organizaciones internacionales, encarar públicamente las amenazas, dar entrevistas sobre lo descubierto y volver. La salida aún se apellidaba “preventiva”, solo había que recordárselo a la dictadura.
El Gobierno de Bukele echó mano de su más bajero recurso y decenas de youtubers y autoproclamados “analistas políticos” salieron a acusarnos de pandilleros y a especular sobre los delitos por los que teníamos que pagar. A exigir nuestra detención. El show de la distracción se desplegó y ya no importaban las decenas de documentos publicados por El Faro, otros medios o el Gobierno de Estados Unidos que daban validez a lo dicho por los dos pandilleros entrevistados. Solo importaba la afrenta al rey.
Nosotros nos aferrábamos a lo que teníamos: a una institucionalidad estatal que ya hace mucho se despatarró. En nuestra representación, un abogado fue a la Fiscalía a presentar un escrito formal solicitando información sobre denuncias en nuestra contra. La Fiscalía tenía 15 días hábiles para responder. Desde que los escritos apenas se escribían, sospechamos que esos 15 días, y los que hicieran falta después, serían de silencio institucional. No nos equivocamos.
El exilio en la era de Bukele no empezó a asomar tras la publicación de Charli. Esto no fue un punto de partida de nada, sino una continuidad más visible y copiosa de lo que ya ocurría lejos de reflectores.
Quizá el primer caso que resonó internacionalmente fue el de los fiscales del Grupo Antimafia. Cuando Bukele aún no controlaba la Fiscalía, antes de mayo de 2021, un grupo de fiscales encabezados por German Arriaza había recogido pruebas de que el Gobierno tenía un pacto con pandillas y de que durante la pandemia los casos de corrupción de funcionarios públicos fueron numerosos. El expediente, que incluía intervenciones telefónicas a funcionarios de alto nivel, era tan monumental que lo bautizaron como “Catedral”. Pero el 1 de mayo de 2021, Bukele utilizó su mayoría legislativa absoluta recién ganada en las urnas para destituir ilegalmente al fiscal general y nombrar a uno leal. El nuevo fiscal, Rodolfo Delgado, inició una persecución contra sus subordinados, los fiscales de Catedral. Allanó sus oficinas. En diciembre de ese año, Arriaza, el exjefe del grupo caído en desgracia, explicó a Reuters que él y otros miembros de su equipo estaban exiliados huyendo de la persecución política del régimen de Bukele. “Fui fiscal durante más de 18 años y he procesado casos de corrupción en todo el espectro político: políticos, jueces, policías, pandilleros, narcos, pero esta es la primera vez que siento que tengo que irme”, dijo Arriaza a Reuters.
Exfuncionarios de varios partidos políticos, un par de ex aliados de Bukele y más de una decena de periodistas (según información de la Asociación Nacional de Periodistas de El Salvador -APES-) ya habían dejado el país para 2023 en salidas prolongadas o exilios no anunciados en público. En agosto de 2022, el periódico español El País publicó un reportaje titulado “Los exiliados de Bukele”. En él, el periodista Jacobo García describía así la situación: “un goteo silencioso del que los amigos solo tienen noticia cuando el teléfono suena al otro lado para decir: ‘Yo también me fui’”. Era eso, un goteo. Entre los salvadoreños, la palabra exilio apenas aparecía trémula en conversaciones de confianza. Las fórmulas desabridas proliferaron: salida preventiva, exilio parcial, expatriación forzada. “Voy a enfriarme un rato”.
Algunos exfuncionarios cuya corrupción estaba ampliamente documentada, como el expresidente Mauricio Funes, hicieron un flaco favor a la incipiente narrativa nacional, vendiéndose como exiliados cuando, como en su caso, desde hacía mucho tiempo habían huido de acusaciones de saqueos millonarios refugiándose en la dictadura de Daniel Ortega para garantizar su impunidad. Funes se escondió en la dictadura vecina desde 2016, cuando recibió asilo, y cuando Bukele aún era alcalde de la capital salvadoreña. Ahí murió en enero de este año. Pocos quisieron autodenominarse en público con la mancillada palabrota: exiliado.
El Salvador ha tenido una historia continuada de exilios masivos. Se calcula que más de un millón de personas huyó del país en los 12 años de guerra civil. Eran, aunque nadie otorgara esa condición oficial a la gran mayoría, gente que huía de la muerte, del reclutamiento forzado, de la persecución política de escuadrones de exterminio. La salida masiva ocurrió también, por otras razones, durante las primeras décadas de este siglo, cuando miles huyeron de la brutalidad criminal de las pandillas. Solo en 2019, el año en que Bukele llegó a la Presidencia, 54,300 salvadoreños pidieron refugio en diferentes países, 16 % más solicitudes que las del año anterior, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
“Es vergonzoso decirse exiliado por un par de tuits de un funcionario y una información que nos sopló una fuente interna”, dijo uno de los colegas que firmó las entrevistas de El Faro a los pandilleros, asumiendo en su mesura todo el peso histórico de un país que por exilio entiende la estrategia última ante una bala esquivada, un machete afilado, una cárcel clandestina.
Una semana después de haber publicado, siete periodistas de El Faro seguíamos fuera del país y sin fecha de regreso. Seguíamos pensando en volver pronto. “Yo regresaré el 14 de mayo, ya tengo el boleto”, dijo uno, y el resto acordó intentarlo por las mismas fechas. La salida seguía siendo preventiva, pero el exilio empezaba a ser un murmullo en la mente. Seguíamos calculando mal. Con el paso de las semanas, no volveríamos, sino que otras decenas de periodistas y activistas por los derechos humanos saldrían del país tras ver patrullas policiales merodear sus casas o saberse parte de listas de capturas o recibir una advertencia urgente de una fuente o presiones familiares o simplemente tener miedo.
O simplemente tener memoria. El 20 de abril de 2022, Ernesto Castro, el fiel escudero de Bukele, amigo de infancia y presidente de la Asamblea Legislativa, ante diferentes denuncias internacionales de acoso a periodistas, fue explícito. Desde la tarima del primer órgano de Estado, a media sesión plenaria, gritó a los periodistas mientras manoteaba en el aire: “Andan pidiendo asilo. Que les den asilo y que se vayan, hombre. Si es que aquí no aportan nada. Si se quieren ir: ¡que se vayan!… No los necesitamos. Váyanse”.
En fin, en aquel momento, tras una semana de haber publicado las entrevistas con los pandilleros, nosotros seguíamos calculando mal.
Castro a periodistas: "váyanse"
Dos: oscuro mayo
Lo de volver el 14 de mayo se descartó a los pocos días. La misma fuente nos seguía asegurando que seríamos capturados al entrar a El Salvador y no habíamos podido encontrar una nueva fuente que nos corroborara aquello.
Desde hace ya años conseguir fuentes en El Salvador es una peripecia. Bukele ha expresado públicamente su odio contra el periódico, así como contra otros medios, e incluso llegó en 2020 a acusarnos de lavado de dinero en cadena nacional y a expulsar del país a dos periodistas extranjeros de El Faro bajo la lógica de que no pudieron demostrar que eran periodistas, a pesar de que uno de ellos tenía una larga lista de premios internacionales. Quien siga el acontecer político del país sabe que Bukele nos ha declarado sus enemigos y, no pocas veces, “enemigos del pueblo”. Si a alguien le quedaban dudas de que hablar con nosotros podía representar un problema, quizá se le disiparon cuando revelamos que 22 miembros del periódico habíamos sido intervenidos con el software espía Pegasus durante 17 meses entre junio de 2020 y noviembre de 2021. “Si encuentras Pegasus, sabes que esa persona ha sido intervenida por un gobierno”, nos explicó John Scott-Railton, investigador sénior de Citizen Lab, el laboratorio especializado en ciberseguridad de la Universidad de Toronto, que examinó nuestros aparatos y descubrió las 226 intervenciones.
Aquella acusación de lavado de dinero dejó al medio en una exótica situación: en abril de 2023 mudamos la personería jurídica a Costa Rica, para alejar la administración de los ataques de Bukele, su poder total y las cinco auditorías de Hacienda que desplegó contra el medio. Hemos sido, pues, durante los últimos años, periodistas en El Salvador de un periódico exiliado. El primer exiliado de El Faro fue El Faro.
Bukele anuncia que Hacienda investiga a El Faro por lavado de dinero
Conseguir fuentes, como es comprensible, fue siendo cada vez más difícil desde la llegada de Bukele al poder. Y más caro también: lo que antes nos costaba una taza de café en algún restaurante hoy nos implica toda una estrategia que, si es dentro del país, incluye apartamentos y carros alquilados por 24 horas para poder reunirnos; o encuentros en ciudades extranjeras, si el caso es muy sensible y las fuentes solo aceptan hablar fuera de las fronteras nacionales.
Aún así, esos días hablamos con varias fuentes, policías, fiscales, investigadores cercanos a esas instituciones, y todos nos respondieron que, si había órdenes de captura, el grupo que lo sabría sería muy selecto y que no podían acceder a esa información.
Necesitábamos tiempo para discernir y había una perfecta excusa: entre el 4 y el 5 de junio seríamos anfitriones del Foro Centroamericano de Periodismo en San José, Costa Rica. Decidimos ir allá algunos de nosotros, dejar en otras ciudades al resto, y seguir cazando información.
En El Salvador, la estela de los videos publicados seguía gobernando la discusión en las redes sociales. Bukele, como suele hacer, reaccionó con una ocurrencia: cinco días después de nuestra publicación, el 5 de mayo, ordenó transporte público gratuito por seis días en todo el país, aduciendo que el cierre de la importante carretera de Los Chorros lo ameritaba, aunque solo afectaba a un pedazo del territorio.
Aquello desencadenó una serie de hechos en la que cada uno alarmaba más que el anterior. El primer día del transporte público gratuito fue un caos: decenas de salvadoreños colgaban de los pocos buses que circulaban como si fueran migrantes aferrados al tren de carga que cruza México. Aquellas imágenes se tomaron los noticieros, los periódicos, las redes sociales. Bukele culpó a los transportistas que decidieron no sacar sus unidades porque no tenían ninguna certeza de pago por parte del Estado más que aquella orden en X que él había dado. Ningún decreto, sólo un post, muy a su estilo. Bukele echó mano de su recurso favorito: ordenó que fueran capturados. La Policía y la Fiscalía, fieles herramientas de la dictadura, capturaron a 12 empresarios en apenas unas horas, incluso a dos de ellos que habían llegado a negociar a Casa Presidencial. Uno de ellos, José Roberto Jaco, de 64 años, murió bajo custodia del Estado cinco días después de su captura. La familia no quiso dar detalles sobre su muerte.
Nosotros veíamos desde lejos aquello con enorme sorpresa, pero también con una pizca de ingenuidad. Pensábamos que era claramente la dictadura distrayéndose, mirando hacia otro lado; y el país dejando poco a poco de prestar atención a las entrevistas con los pandilleros y centrándose en el nuevo escándalo de un país taquicárdico.
Pero mayo siguió furioso. La noche del lunes 12, unas 300 familias del sector más empobrecido del país se reunieron a las afueras del muro perimetral de la lujosa residencial privada donde Bukele vive con su familia, la misma que está ampliando con más de 1.2 millones de dólares de dinero público. Afuera del muro hay siempre soldados y una tanqueta. Las familias, con carteles, niños, ancianos, pedían a Bukele que por favor las ayudara a no ser desalojadas de la comunidad El Bosque. Bukele envió a la Policía Militar a desarticular la manifestación y capturar a cinco de los líderes comunitarios, incluidos un pastor evangélico y un abogado ambientalista de sólida trayectoria en el país. Las imágenes de niños y ancianas llorando y pidiendo a los militares que por favor soltaran a sus líderes volvieron a inundar las redes.
Desde la publicación de las entrevistas con pandilleros, pasando por el caos del transporte público y ahora la represión militar de decenas de familias pobres, Bukele llevaba un mes terrible. Su reino en las redes se había desordenado, su rebaño no volteaba a ver dónde él exigía que viera.
Pero Bukele tiene una larga trayectoria demostrando que prefiere huir para adelante, así tenga que inventar una ruta absurda. Un día después de la protesta frente a su residencial, que se llama Los Sueños, Bukele marcó ruta desde su cuenta de X. Dijo, sin mostrar ninguna evidencia, que habíamos sido testigos de “cómo personas humildes fueron manipuladas por grupos autodenominados de izquierda y ONG globalistas, cuyo único objetivo real es atacar al gobierno”. Y luego, escapando hacia adelante con zancadas largas, dijo que por esa razón enviaría a la Asamblea un proyecto de Ley de Agentes Extranjeros, para imponer un impuesto del 30 % a todas las donaciones o pagos internacionales a organizaciones o personas naturales que su gobierno considere agentes extranjeros. Con esos fondos, dijo, pagaría la deuda de la cooperativa El Bosque y así las oenegés “cumplen por fin su supuesto propósito de ayudar al pueblo” y “así todos ganan”. Una semana después, su Asamblea aprobaba la ley.
Nosotros, desde afuera, ya no entendíamos nada. Ya no sabíamos cómo encajar toda esta vorágine sui géneris de represión. Ahora, no solo nos sabíamos perseguidos por haber publicado las entrevistas a los pandilleros, sino también calculábamos que cumplíamos todos los amplios criterios para ser considerados agentes extranjeros y tener por delante una vida financiera inviable, arriesgándonos a multas de entre 100,000 y 250,000 dólares, una cantidad de dinero que ningún periodista de El Faro, y casi ninguno del país, ha tenido en su vida.
Más razones, y más fuertes, para quedarse afuera. Fue la primera vez desde que salimos del país que uno de los colegas lo dijo fuerte y claro: “No hay que volver a El Salvador”.
Haciendo cuentas con el dinero que no tenemos estábamos cuando llegó el domingo 18 de mayo. La gente presa seguía presa, la Ley de Agentes Extranjeros estaba a días de entrar en vigencia, nosotros seguíamos teniendo la misma información: El que vuelva será capturado. Por la tarde se jugó la segunda semifinal del fútbol nacional y el Alianza, como era de esperarse, pasó a la final.
Pasada la medianoche, los chats del periódico empezaron a sonar insistentemente: “Capturaron a Ruth López”. Una de las reacciones en un chat fue un ingenuo: “¡Mierda, no puede ser!”.
Pocos minutos antes, con engaños y falsedades, unos policías hicieron salir a la abogada anticorrupción Ruth López de su casa. Ya afuera, le dijeron que estaba capturada y la obligaron a cambiarse el pijama en la calle. López grabó en su teléfono el audio del momento. “Apúrese, póngase el pantalón”, ordena uno de los policías. “Tengan decencia, esto se va a acabar, no se pueden prestar a esto”, responde López en una frase que se convertiría casi de inmediato en eslógan entre la oposición a la dictadura: “Tengan decencia”.
López, que junto a su organización Cristosal ha expuesto decenas de casos de corrupción del Gobierno de Bukele, sigue presa y acusada de delitos de corrupción cuando fue asesora del Tribunal Supremo Electoral. Su juicio, como el de todos los capturados mencionados en este texto, es secreto, al igual que las supuestas pruebas que la Fiscalía dice tener.
La captura de López fue interpretada por nosotros y por decenas de colegas como un ultimátum del régimen. Bukele, tras un mes nefasto para su imagen, no estaba dispuesto a seguir tolerando más afrentas. López era una de las voces más reconocidas a nivel internacional, catalogada por la BBC en 2024 como una de las 100 mujeres más influyentes del mundo.
En la narrativa de Bukele, no hay activistas ni periodistas ni cooperativas ni ambientalistas. Hay opositores. Todos los que no piensan como él, al mismo saco. Así es más fácil darle fuego.
La captura de López, que desató una ola de indignación internacional que Bukele sigue ignorando, terminó de completar la suma: volver era una estupidez. No había garantías de nada. Salir era cada vez más una necesidad para varios colegas de otros medios. Cada quién empezó a hacer su recuento de agravios: “Yo he publicado un vergo de textos de corrupción de este Gobierno, ¿vos creés que debo salir?”, preguntaba por chat un colega desde San Salvador.
Nuestro plan se mantuvo: reunámonos en San José, pensemos juntos, construyamos un viaje colectivo de regreso. Ya para ese entonces, algunos colegas del periódico habían tomado la decisión de no volver. Otros seguíamos determinados a volver. Mientras tanto, preparábamos la segunda edición de la revista mensual de El Faro. La primera tuvo en su portada la entrevista a los pandilleros. La segunda, tendría en su portada el titular: “En el país de Bukele hay presos políticos”. Habían pasado apenas 20 días desde que salimos.
Sergio
El día en que abandonó El Salvador de forma indefinida fue el miércoles 21 de mayo de 2025. Tenía 3 noches de no dormir en su casa por miedo a ser capturado.
Cuatro años antes, Sergio Arauz se casó en un risco frente al mar, todo sonriente, todo nervios, con guayabera blanca y unas sandalias de cuero café que le resultaban carísimas, sobre las cuales tuvo poca o ninguna opinión, elegidas a la sazón por su novia para que él diera el pego en aquella boda tropical. Mientras el Pacífico se iba pintando de naranja dijeron sus votos. Ella, visionaria, le prometió: “Te elijo para que, cuando toque resistir, resistamos juntos, te elijo para que cuando haya que salir corriendo, corramos juntos. Prometo ser valiente”.
A inicios de mayo de 2025, Sergio era el presidente de la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES), el subjefe de redacción de El Faro y manejaba un negocio con el que habían soñado –él y su esposa– incluso antes de casarse en aquel risco y al que mimaban como a un hijo. Entonces prendió fuego el cañal tras las revelaciones hechas por los pandilleros, y las amenazas contra los autores de la investigación se fueron multiplicando hasta cristalizar en una información muy precisa: la dictadura se preparaba para hacer capturas. Y el teléfono de Sergio comenzó a echar humo.
Medios locales, medios internacionales, agencias de prensa, cuerpos diplomáticos, organizaciones de derechos humanos y de libertad de prensa nacionales, regionales y mundiales; abogados, gentes con certezas y desvaríos, fuentes que sabían o que decían saber, colegas en llamas, familiares y amigos… todos dándole fuego al mismo teléfono. Y el Sergio a dos manos, aprobando comunicados, dando entrevistas, y en una de esas terminó, el martes 6 de mayo, parado en la acera frente a la Fiscalía General de la República –lo que se dice la boca del lobo–, acompañado de un puñado de defensores de derechos humanos, vituperando: “Este es un país donde no hay garantías constitucionales, estamos en régimen de excepción, no hay derecho a la presunción de inocencia, no hay derecho al debido proceso, no hay independencia judicial, básicamente no hay democracia y la Fiscalía actúa, básicamente, a control remoto a las órdenes del presidente que tenemos”. Todo eso mismo se hubiera podido decir más bonito, menos hosco, más lejitos de la Fiscalía, con un pie ya fuera del país y no en aquella acera, a cara pelada, delante de un erizo de micrófonos y cámaras.
Ese mismo día a Sergio se le había caído un plan: de las 7 personas que firmamos la entrevista a los pandilleros, tres habían decidido permanecer en el país, confiando en que, si mantenían un bajo perfil, nadie los notaría. Cuando cayeron en cuenta de que el agua a su alrededor estaba hirviendo, recurrieron al presidente de la APES y este había ideado un plan para sacarlos del país: irían acompañados de miembros de una embajada que a última hora se echaron para atrás y lo dejaron colgado de la brocha. “Había un clima de miedo, de pánico”, recuerda. De último momento le apareció un providencial as bajo la manga y consiguió coordinar otro plan cuya ejecución prefiere mantener en secreto. Los tres periodistas consiguieron salir del país.
En los días que siguieron, dice, se comenzó a sentir como un fantasma, como algo que espanta, algo que está fuera de lugar y cuya aparición horroriza a familiares y amigos, que al verlo se llevaban las manos a la cabeza: “¿Por qué no te has ido?”.
Sergio es amiguero y parlanchín, de conversación fácil, que igual puede hablar durante horas sobre la mejor forma de tostar las semillas de café que de las virtudes del atún aleta amarilla o del uso de complejas bases de datos para sacar a los corruptos de sus madrigueras y por eso le salen amigos, de todo pelaje, de debajo de las piedras. Un día fue a cenar a un restaurante donde daba por descontado que encontraría a alguien con quien parlotear y, efectivamente, se topó con uno de esos tertulianos con los que suele hablar de todo y nada, pero la conversación fue corta: “¿¡Qué estás haciendo aquí!?”. Aquel amigo no se sentó en su mesa. La sensación de que los lugares de siempre son los mismos, pero a la vez son otros. Esa vez cenó solo.
Una semana después apareció otra emergencia: había que sacar a otro colega que en ese momento escribía un detallado artículo sobre los presos políticos en El Salvador y lo acompañó a abandonar el país el miércoles 14 de mayo. Regresó exhausto cuatro días después, el domingo 18, el mismo en que la policía capturó a Ruth Eleonora López. Pero Sergio no se enteró hasta el día siguiente: había caído como una piedra en su cama y se despertó a las 5 de la mañana con su teléfono echando chispas. La sangre helada, la incredulidad. Aquella fue la última vez que amanecería en su casa.
Recurrió a sus fuentes para calibrar su propio nivel de riesgo y una de ellas le mostró un mensaje que venía desde las entrañas del aparato de seguridad. El mensaje no se puede reproducir, porque delataría a la fuente, pero en esencia decía que “Don Mariano” y “Chirriplín” estaban encargados de montar un operativo de seguimiento y vigilancia contra ciertos periodistas, entre ellos, Sergio.
Conocía aquellos nombres: “Don Mariano” es José Mariano Santos Guzmán, ex guerrillero y ex jefe del Cuerpo de Agentes Metropolitanos de la alcaldía de Nuevo Cuscatlán, donde Bukele comenzó su carrera política y “Chirriplín” es el subcomisionado policial Carlos Roberto Hernández, quien fue asesor del ministro de justicia y seguridad pública de Bukele y ahora trabaja en el área de seguridad de la Asamblea Legislativa controlada por Bukele. Ambos nombres habían sido mencionados a Sergio por Alejandro Muyshondt, el ex asesor presidencial que terminó muerto y aparentemente torturado luego de denunciar corrupción y narcotráfico en las filas oficiales. “Alejandro me había dicho que esas dos personas pertenecían a estructuras peligrosísimas”, dice.
Las siguientes tres noches durmió semiclandestino en el cuarto de un hotel, donde amigos entraban a hurtadillas para alimentarlo, atento a los ruidos reales e imaginarios, soñando a trompicones con su casa y esclavo de su teléfono en llamas, resolviendo las angustias de otros. El miércoles 21 de mayo salió del país acompañado por un colega del periódico.
Sentado en una pizzería en una capital extranjera el teléfono le zumbaba como una mosca cada pocos minutos. Escribía mensajes, los leía, aprobaba comunicados, monitoreaba la salida de colegas, ordenaba documentos. En el caos, es el rey de las certezas –o de sus sucedáneas primas menores–, todo mundo recurre a él. Aquel día planeaba reuniones, gestionaba fondos, se paseaba como alma en pena y al colgar una llamada descubrió al fotoperiodista Carlos Barrera haciéndole fotos. No le gustó. Le hizo un gesto para que bajara la cámara. “Mejor vamos a tomar un cafecito, pájaro”.
A los días llegaría su esposa para cumplirle la promesa que le hizo desde un risco una tarde mientras el Pacífico se pintaba de naranja.
Tres: allá vamos
No hubo hechos nuevos. No hubo nueva información. Hubo, eso sí, muchas entrevistas con medios de distintas latitudes donde contamos los hallazgos de lo publicado. Hubo reuniones con organizaciones internacionales que escuchaban con preocupación lo que les contábamos. Hubo embajadas que nos recibieron en distintos países y preguntaban qué podían hacer. Respondíamos que no lo sabíamos muy bien, que si podían obtener información sobre nuestras posibles capturas, sería de mucha ayuda. Pero no hubo información concreta nueva: nadie nos había dicho que sí, que volviéramos, que no pasaría lo peor. Muchos, tras lo de Ruth López, nos decían que no, que era una estupidez absoluta, pero eran interpretaciones, lecturas de un país que viene estrangulando a la crítica desde hace años.
Tampoco es que hubiera mucho margen. Días después de esas reuniones con embajadas, la Unión Europea publicó un comunicado lamentando la aprobación de la Ley de Agentes Extranjeros. Bukele respondió por X: “UE: El Salvador lamenta que un bloque envejecido, sobreregulado, dependiente de la energía, rezagado tecnológicamente y liderado por burócratas no electos todavía insista en dar sermones al resto del mundo”.
Incluso el 1 de junio, conmemorando un año de su reelección inconstitucional, Bukele protagonizó una cadena nacional desde el Teatro Nacional, rodeado de sus diputados, sus fieles magistrados y fiscal y muchos soldados. En 80 minutos dijo que no le importaba que le llamaran dictador y que esa supuesta prensa independiente del país estaba compuesta de “activistas políticos que están haciendo negocio”.
¿De qué se compuso entonces el arrojo de decidir volver? No es del todo claro. Quizá de lo que queda cuando todo es incierto: una dosis de emoción por reencontrarnos con colegas del medio a quienes no veíamos hacía un mes, unas buenas pizcas de humor cáustico sobre nuestra circunstancia: “¿Y yo no puedo volver en un avión que no sea el mismo donde va a ir este?”, bromeó uno, y el resto rió. Pero nada de aquello alcanzaba la inconsciencia sobre el momento: los temores familiares, la perspectiva de una vida en la cárcel sin ninguna opción de enfrentar un juicio justo, y la abrumadora sombra de la captura de Ruth López, que había pasado 48 horas sin que su familia siquiera supiera su paradero, eran la base de aquella mezcolanza.
Aún así, la decisión estaba tomada: siete miembros de El Faro viajaríamos a las 3:05 de la tarde del sábado 7 de junio en el vuelo 638 de Avianca rumbo a El Salvador, donde aterrizaríamos a las 4:35 P.M.
El día seis por la tarde cerramos el Foro Centroamericano de Periodismo en Costa Rica. El último conversatorio se tituló “Bajo fuego: ¿Cómo sobrevive el periodismo centroamericano?”. Terminó al borde de las nueve de la noche y entonces un diplomático nos pidió salir del cóctel de clausura y hablar en privado.
“Tengo información de dos fuentes independientes de que mañana van a ser capturados en el aeropuerto de El Salvador. Desde esta noche ha habido un despliegue policial para esperarlos. No viajen”, nos dijo el diplomático.
Es muy inadecuada la metáfora aquella de una baldada de agua fría. Aquello no fue vigorizante: fue más bien, dijo uno de los periodistas, como si de repente te saliera una joroba y tu cuerpo pesara más. La fatiga ignorada por la emoción de volver regresó de súbito y se expresó por la boca de uno de nosotros: “¡Mieeerda!”.
Hasta entonces habíamos estado postergando un acto que nunca dejó de estar en el horizonte: volver. Este era el acto contrario: cancelar la vuelta. Ya no postergarla, sino cancelarla. Perder un boleto de avión es la forma más material de no volver. Un boleto de avión es una cita urgente que nadie quiere perder. Es un acto del que uno es parte, uno tiene su asiento y su código QR, uno ha hecho su maleta y ha verificado cuarenta veces que el pasaporte vaya en la bolsita pequeña de la mochila. Uno va en ese avión incluso antes de montarse.
A las 8:45 de la noche del viernes 6 de junio, las únicas fuentes que nos contestaron en El Salvador dijeron que no podían averiguar nada con tan poco tiempo de antelación y que el aeropuerto, controlado por el amigo de infancia de Nayib Bukele, Federico Anliker, y donde se ha declarado secreto oficial incluso el contrato de arrendamiento del local donde se vende el café del dictador, Bean of Fire, es un búnker en términos de información. Dos fuentes nos dijeron que, si había algo planificado, no podían enterarse.
Sin tener nada más que una condena en la cabeza y un boleto de avión borroso en la mano, acabó el día.
Ninguno abordó el avión. No conseguimos más información y el diplomático fue muy generoso en revelarnos los detalles que pudo sobre sus fuentes. La información nos pareció creíble. La trémula construcción de “salida preventiva” nos reventó finalmente en la cabeza en mil pequeños fragmentos y ya solo había una palabra instalada como categoría asumida o en medio de una pregunta ingenua: ¿Desde esta noche soy un exiliado?
Ingrid
El día en que abandonó El Salvador de forma indefinida fue el domingo 8 de junio de 2025. Se habían presentado policías a merodear su vivienda. Tenía 15 noches de no dormir allí por miedo a ser capturada.
Un día de abril de 2025 unos policías uniformados tocaron la puerta de Ingrid Escobar con una pregunta más bien ridícula: ¿Podría usted salir a decirnos cómo se llega a pie a la calle San Antonio Abad? Ridícula porque es difícil creer que unos policías anden en busca de una de las calles más transitadas de San Salvador; que lleven su búsqueda hasta un pasaje sin salida; que se encuentren tan extraviados que se vean en la urgente necesidad de tocar a la puerta de la última casa de ese pasaje y que justo es la casa de una de las defensoras de derechos humanos más vocales y peleonas contra el régimen. Ingrid les siguió el juego asomada desde la ventana. Al ver que no saldría, los policías se fueron a pie, a seguir con su búsqueda ridícula. Pero no llegaron hasta allí a pie: las cámaras de vigilancia de su pasaje mostraron a esos mismos policías esconder un carro rojo en un predio cercano que sirve como taller. Al terminar de buscar cómo llegar a pie a la calle San Antonio Abad, se subieron a su carro y se fueron.
Ingrid es la directora del Socorro Jurídico Humanitario, una institución que se dedica a acompañar a los familiares de las personas que han sido capturadas bajo el régimen de excepción y que denuncia públicamente los atropellos y vejaciones de todo tipo que sufren los capturados: lleva un recuento detallado de los que han muerto en manos del Estado, compila y organiza los testimonios de torturas, da asesoría legal, presenta denuncias ante organismos internacionales, organiza a los familiares de los detenidos, da conferencias de prensa… pero es en realidad una oficina austera, que opera en un cuarto dentro de una casa donde funcionan otras organizaciones sociales y donde desfilan un montón de madres, obreras, estudiantes, campesinas buscando alguna esperanza de recuperar a los suyos.
A ella se le da natural el pleito: no se corta ni un pelo para poner a parir al presidente, a diputados, ministros o jefes policiales. Participa, megáfono en mano, en cuanta marcha haya y vive asolada por los más rastreros troles de la dictadura. La policía tampoco se ha andado con disimulos a la hora de darle seguimiento, de merodear su oficina y, como hemos dicho ya, de presentarse en su casa con excusas absurdas. Ingrid no es fácil de intimidar.
Pero cuando capturaron a Ruth Eleonora López algo cambió: “Nunca creí que el régimen de Bukele iba a ser capaz de llevarse mujeres defensoras de derechos humanos, porque todos los capturados eran hombres. Cuando vi la captura de Ruth fue una movida de piso terrible”. Y hubo otro hecho que la rompió: el 2 de junio fue diagnosticada con un raro y agresivo tipo de cáncer. “Siempre supe que la cárcel era una posibilidad y estaba dispuesta a aguantármela, pero sana. Enferma iba a ser bien fácil para ellos matarme, bastaba con no hacer nada, con dejarme morir y decir después: ella ya venía enferma”. Pero aún así decidió quedarse.
Dejó su casa y se fue con sus dos hijos –ella de 11 y él de 9– a otro sitio, donde intentaron seguir con su vida por unos días que se fueron apilando.
Dos días después de recibir su diagnóstico tuvo lugar la audiencia de Ruth y ella pensaba: “No van a soportar tener a Ruth presa por el escándalo que se ha armado, la van a dejar salir después de darle un susto”. Pero se equivocó. Ese mismo día, las cámaras de seguridad de su casa registraron a cuatro policías motorizados, con las luces de sirena encendidas, rondando su vivienda. Ella lo denunció públicamente. Ese mismo día la policía también se presentó en casa de su madre.
Volvió a cambiarse de casa. Se escondió. La vida era una angustia: sus dos niños, la amenaza que implicaba el encarcelamiento de Ruth, el cáncer, la policía… pero decidió quedarse.
El sábado 7 de junio, el mismo día que fue arrestado el abogado Enrique Anaya, un viejo amigo –del que sólo diremos que tiene acceso a información privilegiada– se la jugó al citarla para hacerle una advertencia: “Te van a capturar el domingo”. Ella tenía programada para el lunes la cirugía en la que le extirparían un tumor. Metió en dos mochilas una muda de ropa para cada niño, hizo una maleta improvisada para ella y fue a recogerlos al colegio, donde los dos participaban de un retiro espiritual. “Hola, hijos, ¿se acuerdan de lo que les había dicho? Vaya, pues se llegó el momento”. La hija mayor de Ingrid es compañera de la hija de Christian Guevara –jefe de los diputados oficialistas, sancionado por los Estados Unidos por ser un “actor corrupto y antidemocrático”– e Ingrid intenta espantarse del pensamiento esa idea ácida pero inútil de que es la niña suya la que debe dejarlo todo y huir como forajida por tener una mamá defensora de derechos humanos.
Ese día durmieron en una casa de seguridad. El domingo, a las 3 de la mañana, emprendieron su viaje. Recuerda una sensación al escapar del país: respirar. “Quizá ya estaba acostumbrada a vivir en medio de esa… de esa basura, de esa tensión horrible, que al poner un pie afuera sentí como que me quitaba un peso terrible de encima”, recuerda.
Ahora, en otro país, intenta recoger las piezas de su vida y terminar de contestarse a sí misma ¿cómo llegué aquí?, mientras su hija mayor, en ese borde tembloroso hacia la adolescencia, echa de menos a sus amigas, a su equipo de vóleibol, a su colegio… a su mundo. El chico bromea con humor cáustico: “Por ser defensora nos pasó esto. ¿Por qué tenías que ser defensora?” e Ingrid hace de tripas corazón y les dice, quizá para decirse a sí misma: “Piensen qué habría hecho Monseñor Romero, ustedes tienen que tomar ese ejemplo”, citando al obispo asesinado a tiros por no callar ante las abominaciones de su tiempo. Y así le van pasando los días, venciendo el shock, llorando a escondidas, encontrándose en una ciudad extraña. “Mi actividad invadió toda la vida de mis hijos”, se latiga.
Consiguió reunir el dinero –a través de una colecta con amigos, conocidos y parientes– para hacerse la cirugía que dejó tirada en El Salvador. Le gusta su médico, es venezolano y también tuvo que dejar su país. Siente que habla en un idioma común.
No sabe cuándo le contará a los niños lo del cáncer.
Cuatro: ¿exiliado?
Algunos volamos a Guatemala. Supongo que había un sentido ulterior: estar más cerca de nuestro país, estar a tres horas en carro de nuestra frontera. Había, pues, un deseo recóndito que aún palpitaba: volver.
Con los días, más colegas de El Faro y de otros medios llegaron a Guatemala. Algunos, calculando que si no habían podido agarrar a los del vuelo 638 quizá la dictadura intentaría con ellos; otros, porque vieron patrullas merodear sus casas o policías tocar sus puertas con preguntas inverosímiles: “Tenemos reporte de que se han robado un carro, ¿quiénes viven aquí?”; otros, porque directamente recibieron la llamada de una fuente de confianza: “salga de su casa, esta noche van por usted”.
El 13 de junio, la APES publicó un comunicado: “APES registra éxodo masivo de periodistas y denuncia violaciones a derechos humanos”. La asociación gremial reportó la salida forzada de 40 periodistas de El Salvador.
Una noche de esas, 25 colegas de cinco medios salvadoreños distintos nos reunimos en una casa de la ciudad de Guatemala. Intercambiamos información en una rueda de rostros alargados y miradas ojerosas. La información era la misma, todas las fuentes de los colegas interpretaban una calcada lógica de la dictadura: los periodistas no han entendido el mensaje tras la captura de Ruth López, toca enseñarles en carne propia. “Yo no sé qué voy a hacer -dijo una colega-. Y creo que nadie sabe qué putas va a hacer. Al menos, cuando decidan hacer algo, cuéntenlo a los demás, porque aquí todos caminamos en lo oscuro”.
A los casi dos meses de haber publicado las entrevistas a los pandilleros, desde el exilio, varios aún no nos decimos exiliados. Aún pensamos en volver.
Jorge
El día en que abandonó El Salvador de forma indefinida fue el sábado 14 de junio de 2025. Sus fuentes fueron muy enfáticas: váyase y hágalo por tierra. Temía ser capturado.
Jorge Beltrán Luna fue el primer periodista salvadoreño en experimentar en la propia piel –en concreto la piel que rodea la cara– el sentido de impunidad de la Policía de Bukele frente a la prensa: un subinspector de la Policía, molesto por la presencia de Jorge en una escena del crimen, le metió una cachetada con el propósito simple y pedestre de que se fuera, de que no viera, de que no estuviera. En julio de 2021 apareció un cadáver arrastrado por el río Acelhuate, en un país que ya por entonces era predicado como un lugar transformado por los planes secretos de Bukele. El cadáver era una transgresión a la narrativa oficial y el policía consideró que bien valía una cachetada a tiempo. Jorge estaba filmando cuando ocurrió, así que el golpe quedó registrado en video y luego denunciado en las redes sociales de El Diario de Hoy. No pasó nada. Nadie se disculpó y más bien un enjambre de troles aplaudieron y celebraron el hecho, pidiendo más.
Jorge es un reportero de noticias policiales. A lo largo de su carrera ha sabido construir una intrincada red de fuentes dentro de la Policía, el Ejército y la Fiscalía. Tiene un radar muy sensible para detectar anormalidades dentro de esos cuerpos: traslados de oficiales, pugnas internas, intrigas palaciegas, ascensos y descensos.
La mayor parte de reporteros que han tenido que poner pies en polvorosa estos días éramos adolescentes cuando la Guerra Civil salvadoreña terminó. Jorge peleó en esa guerra: fue parte de la Guardia Nacional. “De 17 años me metí y a los 18 ya me habían pegado un balazo en una pata”, dice. “Ya tengo mi ratito de andarme dando putazos con la vida”. Digamos que no es Jorge un señor que le haga ascos al conflicto.
En enero de 2022, Jorge retomó un reportaje publicado en la revista mexicana Proceso, en la que se vinculaba a Jacobo Fauster como parte de un entramado de empresas israelíes que habían vendido a gobiernos mexicanos equipos para espiar a periodistas y opositores. Fauster es padrastro del director de inteligencia de El Salvador, Peter Dumas. Un año después de la publicación, Fauster demandó a Jorge y a su medio, El Diario de Hoy, y exigió 5 millones de dólares de cada uno, alegando “daños morales”, sin detallar cómo había resultado mancillada su moral. Una jueza desestimó la solicitud económica, pero exigió al periódico bajar la nota de su sitio de internet y de sus redes sociales. Otra raya para el tigre.
En noviembre de 2024, Jorge publicó un artículo en el que alertaba sobre un esquema para traficar ciudadanos de la India a través del Aeropuerto Internacional Monseñor Óscar Romero de El Salvador. En su artículo, una fuente le aseguraba que llegaban de forma periódica vuelos llenos de indios que luego eran movidos por redes de traficantes de personas hacia Estados Unidos. A él le pareció que esa jugada era imposible sin la complicidad de autoridades de Migración. Tras publicar, lo citó la Fiscalía con un solo y explícito propósito: querían que Jorge revelara quién era su fuente. Como no accedió a hacerlo, asegura que la fiscal le advirtió: “Como no ha querido colaborar lo vamos a tener que seguir molestando”.
Para entonces, Jorge comenzó a pensar en la posibilidad de abandonar el país y sondeó a una hermana suya que vive en Estados Unidos sobre la idea de mudarse al norte: “Me dijo que allí rápido me podría instalar en un McDonald´s y que con lo que se gana se vive. Eso sí, ya no sería trabajar como periodista”. No lo dice con espanto, lo pronuncia más bien como una opción a considerar.
Pero no fue ni la cachetada, ni Fauster, ni la advertencia de la Fiscalía lo que le dio la certeza de que debía dejar su país sin boleto de regreso. Fue la captura de Ruth López. “Porque Ruth era reconocida a nivel internacional y tenía mucha reputación. Pensé: si eso hacen con ella, ¿qué no pueden hacer conmigo?”. Él también pensó que el Gobierno de Bukele no sería capaz de sostener el arresto de la abogada: “Este fulano la va a tener que vomitar, porque las espinas le van a raspar el galillo”, pensó como tantos otros. Pero pasó lo que pasó: Ruth quedó detenida y a Jorge el estrés se le metió en el cuerpo, le dejó el estómago rígido y la tensión como puñetazos en el pecho.
Activó su red de fuentes, de la que es muy cauteloso al hablar, encendió su radar entrenado y el oráculo resultante fue atroz: “Váyase, váyase por tierra, aunque te quedés callado te pueden cobrar las que ya hiciste”.
Hizo lo que todo mundo: llamó a Sergio Arauz y este le consiguió un modo de salir. “Cuando pasé el río Paz, sabía que ya no iba a volver”, dice. Se llevó una maleta con cinco pantalones, unas camisas playeras, el libro “La Última Guinda”, y un puñado de medicinas que le resultan imprescindibles, calculando que le durarán al menos tres meses, que es, por hoy, hasta donde le alcanza la vista.
No se da por derrotado, buscará la forma de seguir siendo periodista e intentará evitar, hasta donde sea posible, el McDonald’s.
Cinco: una tertulia con el nuevo
Un grupo de periodistas salvadoreños nos habíamos dado cita en el Pub Shakespeare, en la capital guatemalteca, para compartir las penas y regarlas con alguna cerveza. Los siete ahí habíamos asumido que éramos ya habitantes del exilio y que en el futuro próximo la patria estaba prohibida, lejana, hostil. Era un hecho asumido con no poco dolor, pero asumido, digamos.
Uno tenía pensado vender su casa para buscarse otro sitio, en otra tierra, al que llamarle hogar; otro temblaba del horroroso síndrome de abstinencia de hijo y contaba los minutos para abrazar a su cachorro; a otro lo abandonó su pareja de años al saberlo perseguido; otro estaba pensando en alquilar su casa y bendecía la exagerada burbuja inmobiliaria salvadoreña; otro había abierto hacía apenas un año un negocito en El Salvador que recién estaba dando frutos y ahora andaba viendo qué demonios hacer con él. Alguno sólo tomaba cerveza.
En esas andábamos cuando El Nuevo anunció que llegaría. Prefiere que en esta historia no se escriba su nombre, por temor a que la dictadura se las cobre con su pareja, también periodista.
El Nuevo es un veterano periodista y sujeto meticuloso y ordenado. Previsor. El 15 de septiembre de 2021 Nayib Bukele se felicitó a sí mismo por no haber usado gas lacrimógeno contra una marcha de protesta y agregó “…por ahora”. Entonces El Nuevo, buen entendedor, hizo una maleta básica de la que no se despegaba nunca por si el dictador padecía un súbito brote psicótico y ese brote lo pillaba a él en la calle. Más bien no se despegaba casi nunca de esa maleta: por ejemplo, el sábado 7 de junio la olvidó y la echó de menos cuando alguien le avisó que había patrullas policiales merodeando su casa. Desde entonces anduvo a salto de mata, entre lugares de amigos, con el teléfono apagado. No era el primer susto, pero el momento no era el mejor para hacerse el loco con esas patrullas sospechosas, o con esa Cherokee sin placas y vidrios oscuros parqueada frente a su vivienda.
En una de esas, a hurtadillas, volvió a su casa fugazmente para recoger su maleta de exiliado y sumarle alguna cosilla extra y entonces fue consciente de las cosas, de esas transparencias que en lo cotidiano apenas existen: ese cuarto, esa cama, esa pared, esa estufa. “Esta –pensó– es la última vez que apago la cocina”. Y se fue.
Agarró un bus y se salió de El Salvador. “Cuando pasé el río Paz pensé: quién sabe cuándo atravieso este río en sentido contrario”. Llegando a Guatemala se enteró de que un grupo de colegas estábamos tomando algo en el Pub Shakespeare y se decidió a llegar en busca de un poco de compañía. Pero El Nuevo llegaba emocionalmente tarde, con la mirada que los demás tuvimos hacía semanas: la del boxeador que se levanta de un knockout. Porque el exilio es algo que siempre le ocurre a otros en otros países o en otros tiempos… hasta que le ocurre a uno. De saludo intentó un chiste: “Ahora me van a acusar a mí de asociaciones ilícitas” y no se rio.
Mordisqueó una hamburguesa en automático, intentó una cerveza y se decía cosas a sí mismo en voz alta: “Es jodido porque uno tiene la convicción de que su vida y la razón de su vida está para servir allá".
Allá, dijo.
Antes de salir del país se despidió de su hija y recordaba las palabras que la chica le dijo a modo de despedida: “Tengo la sensación de que, así como en los videojuegos, se te apagó una vida, ojalá que te funcione la otra” y la emoción se le asomó por los ojos. Aquella noche, en el Shakespeare, el futuro era para todos un enorme signo de interrogación.