Cuando el autoritarismo merece ovación en Washington
<p>“Si la paz debe prevalecer, también lo hará la democracia”. Con esas palabras, Ronald Reagan recibía en 1987 al presidente salvadoreño José Napoleón Duarte, en plena exaltación por el giro político en El Salvador, al mismo tiempo que se repetían las masacres contra la población civil. </p>
Eduardo Marenco
Treinta y ocho años después, Donald Trump vuelve a palmear la espalda de un gobierno autoritario.
Este nuevo abrazo va más allá del apoyo personal del inquilino de la Casa Blanca a un líder tirano, sino que ha sorprendido a más de uno al verlo por escrito en el informe que la diplomacia estadounidense publica cada año. Mientras que El Salvador era caracterizado como un país plagado por las violaciones sistemáticas de los derechos humanos año tras año, unos pocos meses bastaron para que ahora el país centroamericano sea una historia de éxito digna de reconocimiento internacional.
El estudio omite referencias directas a los estándares democráticos, la integridad electoral, la independencia judicial, la separación de poderes o la libertad de prensa, aspectos que habían aparecido en ediciones anteriores para El Salvador y que siguen presentes en el caso de las democracias europeas.
Solo 15 días antes de esta ovación de Washington, la Asamblea Legislativa de El Salvador, sin participación ciudadana, sin discusión parlamentaria, ni aviso previo, aprobó una ley que habilitó la reelección presidencial indefinida. El presidente Bukele logró darle la estocada final a la democracia salvadoreña al eliminar la última prerrogativa legal que le impedía perpetuarse en el poder. Este cambio fue posible ya que el “dictador más cool del mundo” controlaba todo el aparato estatal, haciendo de la división de poderes una mera ficción. Esto suena como un objetivo a alcanzar para Trump, que ha coqueteado desde principio de año con buscar un arreglo similar.
Si bien es conocida la deriva autoritaria del gobierno del presidente Trump, Estados Unidos ha sido históricamente conocido por su discurso a favor de la democracia y por imponer sanciones, al menos en papel, a aquellos que la debilitasen… hasta ahora. Esta complacencia hacia un gobierno autoritario representa no solo un giro histórico, sino también un aislamiento creciente del país norteamericano en materia de derechos humanos a nivel internacional.
Casi cuatro décadas después de ese primer abrazo entre los líderes de ambos países, hoy sus sucesores se ven hermanados por sus intereses estratégicos. La diferencia es que no solo sus palabras se distancian de los valores que dicen defender, sino también la realidad inevitable que los rodea.
Ambos líderes no solo comparten negocios, como el acuerdo de 6 millones de dólares para hacer uso del CECOT, un centro penitenciario marcado por episodios de tortura, sino que además convergen en materia migratoria. Bukele se vuelve pieza clave del plan de Trump de deportar migrantes sin un proceso previo adecuado, acciones que han sido catalogadas como desaparición forzada. No es casual que ambos coincidan en ver a la sociedad civil como uno de sus principales enemigos a la hora de ejecutar estos planes.
La Lista de Vigilancia del CIVICUS Monitor destaca el deterioro del espacio cívico en ambos países. El fortalecimiento del poder ejecutivo a costa de los otros poderes, la supresión de la disidencia y el debilitamiento de la sociedad civil mediante restricciones legislativas y financieras son características cada vez más presentes en ambos países. No se trata de planes que quedan en papel, sino que desde Washington miran con buenos ojos la habilidad de Bukele de movilizar la fuerza militar sin ningún tipo de control ni vigilancia civil.
Este cambio hacia una narrativa complaciente por parte de los Estados Unidos hacia un gobierno autoritario como el de Bukele levanta las alarmas sobre las bases del apoyo y de las alianzas de uno de los estados más influyentes del mundo. El desprecio a las instituciones democráticas y los derechos humanos ya se da por hecho en ambas capitales: los valores de la libertad, el estado de derecho y el multilateralismo no solamente abandonaron la agenda estratégica, sino que son usados para confundir aún más el debate público.
También deja más de un interrogante para el futuro de la defensa de derechos humanos. La habilidad de ambos líderes de manejar el debate público y confundir con sus anuncios frecuentes e inesperados avanza hacia un espacio insólito, donde niega lo que es evidente. A la vez que erosiona la credibilidad a futuro de una de las referencias a nivel mundial, genera el temor de un nuevo efecto dominó en la defensa estadounidense de los valores democráticos en el resto del mundo.
El Salvador puede ser solo un primer ejemplo de peso en la nueva agenda de Trump por condicionar el debate internacional a su agenda interna. Sin embargo, deja abierta la pregunta sobre el impacto en la deriva de las instituciones, a uno y otro lado. Incluso la prioridad de la prosperidad económica, una promesa tanto de Bukele y Trump a sus votantes, se ve amenazada si no hay respeto a las libertades básicas, algo que ya advertía Reagan a su contraparte.
Tampoco la promesa de ‘restaurar’ la seguridad, algo frecuente por parte de ambos mandatarios, se llevará adelante violando las libertades cívicas. Sustituir la violencia de las pandillas o de las redes de narcotraficantes por la violencia estatal no es más que otro golpe a los derechos humanos.
Celebrar la concentración de poder como un logro internacional es un giro sorprendente: un aplauso que retumba más por conveniencia que por convicción democrática y que augura un retroceso democrático en la región.
*Eduardo Marenco, oficial de Incidencia para las Américas de CIVICUS: World Alliance for Citizen Participation