Bukele pierde el control de las narrativas

<p>Hay días que parecen años. En las últimas dos semanas, el gobierno inconstitucional de Nayib Bukele ha dejado claro que su mayor debilidad no son los problemas que provoca, sino la narrativa que los envuelve. Las narrativas son esos relatos que se tejen en redes sociales y en los medios de comunicación, que se insertan en la conciencia colectiva y ayudan a las audiencias a entenderse a sí mismas.</p>

Ricardo Valencia

Hay días que parecen años. En las últimas dos semanas, el gobierno inconstitucional de Nayib Bukele ha dejado claro que su mayor debilidad no son los problemas que provoca, sino la narrativa que los envuelve. Las narrativas son esos relatos que se tejen en redes sociales y en los medios de comunicación, que se insertan en la conciencia colectiva y ayudan a las audiencias a entenderse a sí mismas.

Estas narrativas suelen parecer estables, hasta que un cambio en las condiciones que las sostienen las sacude y transforma. En estos días, el oxígeno que daba vida al relato oficial parece estarse agotando.

De pronto, el gobierno de Bukele —que se preciaba de ser autoritario, pero moderno y eficiente— ha entrado en una crisis alimentada por tres historias entrelazadas: la confirmación de que llegó al poder a través de  pactos con las pandillas, el colapso  de un ambicioso proyecto de infraestructura y la represión violenta contra habitantes de la Cooperativa El Bosque, justo frente a su residencia en una zona de élite. Cada uno de estos hechos, por separado, representa un golpe serio a su imagen; en conjunto, marcan una transformación: de una maquinaria impulsada por propaganda a una sostenida por represión policial.

La punta del iceberg emergió hace dos semanas, cuando El Faro publicó videos en los que líderes de pandillas revelan los acuerdos alcanzados con allegados de Bukele para reducir homicidios a cambio de beneficios económicos. También afirman que funcionarios del gobierno les ayudaron a escapar de prisión tras la implementación del régimen de excepción en 2021. Esta publicación se suma a una serie de investigaciones de medios estadounidenses que establecen vínculos directos entre Bukele y las pandillas para contener la violencia.

La publicación de El Faro ocurrió mientras congresistas demócratas acusaban a Bukele de haber colaborado con Donald Trump en deportaciones erróneas—como ya lo reconoció el propio gobierno estadounidense—, incluyendo el caso del salvadoreño Kilmar Abrego y de más de doscientos migrantes venezolanos que permanecen detenidos en El Salvador y cuyo abogados acusan al regimen de Bukele de tortura. El 15 de mayo de 2025, Los senadores demócratas Tim Kaine y Chris Van Hollen introducieron una moción en el Senado para exigir un informe al gobierno de Trump sobre el historial de derechos humanos en El Salvador, y en particular, sobre “la deportación de residentes estadounidenses a mega cárceles salvadoreñas por parte de Trump”. La Corte Suprema de EE. UU. ya ha solicitado que se facilite el retorno de Abrego.

Aunque la aprobación de la propuesta de Kaine y Van Hollen fue bloqueada por la mayoría republicana, la moción envía un mensaje claro: un sector creciente del Partido Demócrata está dispuesto a convertir a Bukele en el cómplice número uno de Trump, y hacerlo parte de su agenda de ganar la mayoría después de las elecciones de medio término de 2026.

Como respuesta, Bukele invitó a un grupo de congresistas estadounidenses a visitar sus cárceles y les compartió información sobre homicidios relacionados con las pandillas con las que alguna vez pactó.

Este desgaste internacional coincide con el desastre local: los derrumbes que sepultaron su proyecto estrella de infraestructura, la ampliación de la carretera Los Chorros, que conecta San Salvador con Lourdes-Colón. El cierre de esa vía por una semana colapsó el tráfico en la capital, obligando a Bukele a ordenar a los transportistas brindar servicio gratuito. Varios empresarios del transporte, a quienes culpó por la paralización, fueron arrestados —uno de ellos murió bajo custodia policial.

Y el 12 de mayo de 2025, un grupo de cooperativistas protestó frente a su residencia privada en un barrio de ricos. Exigían la restitución de tierras que un juzgado amenazó con confiscar. La respuesta del gobierno fue inmediata: arrestos a manifestantes, un pastor evangélico  y a su abogado al día siguiente. Desde entonces, los familiares desconocen el paradero de los detenidos.

¿Cómo se explica que un presidente con supuestos niveles de aprobación del 80 %, con control absoluto de los tres poderes del Estado, responda con represión a periodistas, arreste antiguos aliados del transporte público, y persiga fiscalmente a organizaciones de derechos humanos que reciben cooperación internacional? ¿Por qué un gobierno que ha alquilado su soberanía a EE. UU. a cambio de $6 millones y de impunidad se estremece ante la prensa extranjera y protestas frente a su casa?

La respuesta es simple: la narrativa se agota, al mismo tiempo que el dinero. El eje del gobierno de Bukele siempre ha sido la propaganda y la idealización de un líder carismático. Sin visión ideológica ni institucionalidad, con el control del Estado concentrado en su círculo familiar, Bukele ha convertido las redes sociales en su oráculo y en el termómetro de su poder.

A diferencia de Daniel Ortega, cuyo poder se sostiene en alianzas con Rusia y China y a quien poco le importa Washington, Bukele depende profundamente de EE. UU.: no solo por inversiones, sino por las remesas masivas que alimentan la economía salvadoreña. El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para obtener un rescate de $1,400 millones ha traído consigo cierres de escuelas, despidos de maestros y recortes en salud. Esto ha encendido una efervescencia social inédita.

Pero más allá de las condiciones materiales, Bukele revela una debilidad fundamental que Kaine y Van Hollen buscan explotar: su obsesión por el reconocimiento de Washington. Publicista de profesión, ya ha exprimido toda la popularidad disponible en El Salvador; ahora busca validación en EE. UU., donde su poder es mínimo, pese a que ha probado tener influencia en las esfera principal de MAGA. Cada revelación sobre sus pactos con pandillas y su rol en las deportaciones ilegales lo coloca a la defensiva frente a una maquinaria anti-Trump que lo ve como dictador y describe sus cárceles como campos de concentración.

Bukele parece haber comprendido que su ejército de propagandistas —compuesto por mercenarios de gobiernos anteriores, periodistas de pasado izquierdista y antiguos ejecutivos de periódicos— poco puede hacer en un escenario donde San Salvador y Washington convergen en tensión. El fracaso del experimento Bitcoin terminó por borrar cualquier rastro del dictador “cool” que aspiraba a mezclar la estética de Silicon Valley con la retórica populista. Esa imagen ya no le interesa. En un país empobrecido como El Salvador, en creciente ebullición social, lo que queda es represión e intimidación. El dictador “cool” ha muerto. Ha nacido el dictador cruel.