Un punto ciego
Carlos Barrera
Asunción Mita es un punto ciego. No todo el municipio de 476 kilómetros cuadrados y 42,572 habitantes, claro está, pero generalizando se puede decir eso: Asunción Mita es un punto ciego de Guatemala. Del otro lado, El Salvador. Vale también generalizar y decir que, en Guatemala y El Salvador, cuando se dice punto ciego nadie interpreta que se habla del área de la retina que carece de células fotosensibles o de la jerga militar que define un lugar vulnerable por donde puede ocurrir una emboscada. Punto ciego en estos lares es justamente un sitio como Asunción Mita: un punto donde cruzar la frontera sin permiso de nadie. Aquí ir de un país a otro es una normalidad. En esos puntos la frontera es solo otro tramo cualquiera entre las calles de polvo y lodo, flanqueadas por hectáreas de pasto y ganado; y los requisitos migratorios, un mero formalismo destinado a las garitas migratorias. Esos caminos son un entramado de calles de terracería en las que durante horas no pasa nada, hasta que pasa.
Guatemala y El Salvador comparten 200 kilómetros de frontera en los departamentos de Santa Ana, Ahuachapán (El Salvador), Chiquimula y Jutiapa (Guatemala). Entre los dos países hay cuatro controles fronterizos con casetas migratorias: Valle Nuevo-Las Chinamas, Pedro de Alvarado-La Hachadura, La Ermita-Anguiatú y San Cristóbal. En esos puntos se distribuye el flujo migratorio y comercial que viaja desde el resto de países centroamericanos. Pero la frontera es porosa y tiene otras reglas que no están escritas en documentos oficiales ni tratados regionales. Los 154 puntos ciegos entre ambos países funcionan bajo sus propias reglas.
Una de las primeras reglas me la dicta un coyote bajo la sombra de unas frondosas ceibas a las afueras del municipio de Asunción Mita: “Aquí no hay que meterse en cualquier punto ciego, para no ser testigo de algo que uno no debe ver”, y continúa con una serie de sentencias: “Nadie quiere que le calienten la plaza”, “no quieres que sepan cuál es tu negocio”. El coyote se ha dedicado a llevar a personas de El Salvador a México desde hace diez años. Su cruce predilecto es un punto ciego ubicado en la aldea Anguiatú La Vieja. Allí, un antiguo puente que en el siglo pasado conectaba la vía ferroviaria entre Sonsonate y Esquipulas sirve como paso peatonal y de motos para la gente que quiere moverse entre los dos países sin la burocracia migratoria.
El coyote conoce ese punto ciego como la palma de su mano, así como el resto de puntos que son parte de las aldeas de Asunción Mita. Anguiatú La Vieja es una pequeña villa de casitas. Hay una zona a la que se le llama “El Centro”, con una tienda donde los salvadoreños se abastecen con vegetales, más baratos aquí que en su país. Hay una cancha de fútbol donde los lunes, miércoles y viernes los guatemaltecos y un puñado de salvadoreños se mezclan para jugar. Del centro de la aldea sale una angosta calle que conduce hasta el puente. “Allí cruzan las personas de diferente nacionalidad, incluso cuando hay soldados… uno sabe cómo resolverlo”, me dice el coyote, que no es el único en Mita que se las arregla para cruzar personas o cosas desde El Salvador.
La conexión entre Guatemala y El Salvador por medio de los puntos ciegos tiene una historia reciente en las bases del crimen organizado. En la primera década de este siglo, El Cártel de Texis, un entramado criminal de políticos, pandilleros, policías y empresarios salvadoreños, controló el tráfico de drogas desde El Salvador por una vía llamada El Caminito, que cruzaba el departamento de Santa Ana y cruzaba a Guatemala por Jutiapa, donde en esa época operaba la más antigua de las familias del narco guatemalteco, la familia Lorenzana, y la banda criminal Los Temerarios, originaria de Asunción Mita. Aquí, en las afueras del municipio, aún se recuerda a los dos grupos. Un viejo contrabandista de gas licuado con el que me conectó el coyote se refiere a ambas bandas como “Ellos”: “Aquí nadie los quiere mencionar a ellos, pero cuando cortan la cabeza siempre queda quien quiera controlar el negocio”, me dice en una callejuela del municipio y comienza un breve intercambio entre el coyote y el traficante.
–Allá por Sitio de Las Flores y Pajonal todavía se mueven ellos, Los Temerarios.
El coyote comenta:
–Si, pero ahora se dedican más al sicariato.
–Siempre andan bien armados.
–El problema es si ven a alguien que no conocen… si me ven a mí no hay problema, porque saben que soy alguien que se ha metido al ruedo con ellos.
El contrabandista asiente y finaliza la conversación
–Sí, pero trabajan de noche.
Los dos hombres conocen los escondrijos más profundos de esta región. El contrabandista es un anciano de 70 años que ha dedicado gran parte de su vida a mover tambos de gas licuado desde El Salvador para comercializarlos en Asunción Mita, aprovechando las subvenciones estatales del gas en el país vecino. Hace cinco años lo capturaron mientras se desplazaba en el camino del Pajonal hacia la aldea Sitio de Flores con cuarenta cilindros de gas. Quedó en libertad después de pagar una fianza y pasar un mes en detención.
En el 2022 se corrió la voz de que los pandilleros salvadoreños estaban huyendo hacia Guatemala por el punto ciego del Pajonal, a pasar por Sitio de Flores, debido al régimen de excepción decretado tras la ruptura del pacto entre el Gobierno de Nayib Bukele y las pandillas. Un día, en una de las calles de la aldea, apareció colgada una pancarta que rezaba “Marero visto, marero muerto”. Aquí la gente no se arruga, lo dicen abiertamente, esa regla la mantienen, no quieren ver pandilleros en su territorio. Llevan tres años organizados, armados. Montaron guardia y peinaron los caminos hasta ahuyentar a disparos a personas que caminaban en el borde fronterizo. “No queremos ver mareros, aquí los odiamos”, me dice el capataz de uno de los ranchos de El Sitio, “Con la ayuda de los patrones nos organizamos”, finaliza.
Porque en estos lugares, como si el tiempo se hubiera congelado en una ruralidad antigua, hay patrones y peones. En todo el municipio de Asunción Mita el 48.1% de los habitantes no logra comparar la canasta básica, que tiene un precio de $178 en el área rural. En las aldeas donde la mayoría se dedica a la agricultura en tierras ajenas o a cuidar el ganado de otros, el 12.4% de las personas viven en pobreza extrema y sobreviven con menos de un dólar al día.
Un punto ciego suele ser un lugar grave, pero también está repleto de personas que lo habitan desde hace mucho, que conviven con esa gravedad y que viven sus vidas con una normalidad transfronteriza que nada tiene que ver con ninguna actividad criminal: compran de un lado, comen del otro; visitan amigos o parejas. Esa normalidad contraria a las reglas migratorias suele ser tan asumida que incluso militares y policías de ambos lados la permiten. Pero, de nuevo, un punto ciego suele ser un lugar grave, sobre todo si aparece alguien que no suele aparecer por esos lares.
El Sitio de Flores es la última aldea antes de cruzar a El Salvador y llegar a San Antonio Pajonal, en el departamento de Santa Ana. Hasta el año 2013, informes policiales lo denominaban un enclave en el tráfico de drogas.
Entrando por El Salvador, Pajonal conecta con las aldeas Sitio de Flores (o El Sitio) y la aldea El Guayabo. La segunda se ubica en el lago de Güija, al que algunos locales llaman “el gran punto ciego”. Para llegar desde El Sitio hasta El Guayabo, recorro una carretera de pavimento en buen estado. Las fuentes me han advertido que es un camino muy frecuentado por bandas criminales. Otra de mis fuentes me acompaña: “La información que tenemos es que todo ocurre de noche”, me dice antes de parar para hacer una fotografía de los rótulos perforados por las balas. La idea es retratar la vida cotidiana entre los puntos ciegos de la frontera. Una mujer se asoma desde la puerta de su casa. Al verme, azota su puerta y desaparece. Continuamos el viaje.
Según otro coyote, El Guayabo es un paso de migrantes, pero también de drogas y armas. Allí es un punto de espera para todo lo que llega del otro lado, El Salvador.
Al llegar al lugar nos recibe una estruendosa música de banda. Bajamos por un camino de polvo hasta llegar a la orilla del lago de Güija.
La música proviene de una Toyota modelo 4Runner blanca y una Tacoma gris. Las dos con llantas que parecen de tractor. A su lado, un grupo de hombres espera sentado, pero inmediatamente llamamos la atención de uno de ellos. Se levanta y llama a dos más que ahora parecen sus escoltas. Cuando camina hacia mí, logro ver que está ataviado con cadenas, pulseras y anillos dorados. Levanta su camisa sobre un lado de su cintura, dejando expuesta una pistola con un cargador que se sale de las dimensiones del cabo. Pone su mano sobre ella. Lo saludo. “Hola, ¿qué tal todo por aquí en el lago?”. Cortante, contesta: “Aquí, esperando”. “Soy periodista”, le respondo. “Sí, y aquí no es bueno hacer tantas preguntas”, da por culminada la conversación. Sus escoltas me ven fijamente, vuelve a poner su mano sobre el arma, se da la vuelta y regresa a sus vehículos. Yo me voy. Aquella fue una foto que no pude tomar.
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