I. “Regresaron para matarnos”
16 de febrero de 1982, caserío Batz Chulultze’, Chajul. A las nueve de la mañana, una docena de puntos oscuros salpican el horizonte. Gaspar Mendoza Ijom, el papá de Engracia Mendoza Caba, una niña de ocho años, se asusta.
—¿Por qué están contando los helicópteros? Eso es de mala suerte —reclama a los niños.
Hoy lo asesinará el Ejército de Guatemala. Morirá de un disparo certero en la cabeza frente a su hija. Décadas más tarde, Engracia recordará su respuesta:
—Solo los estamos contando. Es como contar los pájaros.
Son meses más que álgidos. A inicios del año, la familia Mendoza huyó del centro de Chajul, uno de tres municipios maya ixiles en el altiplano profundo y boscoso de Guatemala. Se asentaron en Chulultze’, una comuna de siete familias en siete casitas en la ruralidad más rural de Chajul. Huyeron de la represión en el municipio, donde el Ejército desapareció a muchos de sus conocidos, muchos de ellos huyendo también.
Es por ello que cuando, entrada la tarde, las naves vuelven a sobrevolar la aldea, su temor se convierte en prisa. La consigna de los vecinos es urgente: regresemos a nuestras casas, hagamos la comida y preparémonos, porque de repente nos vamos.
Huir de su propia huida, hasta lo más profundo en las profundidades de la montaña.
Una de las hermanas de Engracia, al ver volver los helicópteros, pone palabras a lo que todos ya intuyen.
—Regresaron para matarnos.
Lo dicen también operadores de la CIA en Guatemala. Menos de dos semanas antes, en un informe clasificado como “alto secreto”, con fecha del 5 de febrero, describen un peligro inminente: “Los planes de los militares guatemaltecos para comenzar a hacer una barrida del área del Triángulo Ixil, la cual tiene la mayor concentración de guerrilleros y simpatizantes en el país, podrían llevar no solo a choques importantes, sino a serios abusos por parte de las fuerzas armadas”.
Tienen razón: el horror de Engracia, de aquella familia, de aquel caserío, está por comenzar.
* * *

Cuarenta y dos años después, Engracia Mendoza se unirá a decenas de sobrevivientes ixiles en su viaje a Ciudad de Guatemala desde sus caseríos y aldeas para plasmar sus recuerdos en el registro judicial. A mediados de 2024, darán testimonio en un juicio contra el hombre al mando de los asesinos de miles de civiles en decenas de aldeas a inicios de los ochenta: el nonagenario exgeneral Benedicto Lucas García, hermano menor del entonces dictador Romeo Lucas García y ejecutor de la contrainsurgencia a inicios de 1982 en Guatemala, en el apogeo de su guerra anticomunista. Benedicto será acusado de perpetrar, como Jefe del Estado Mayor del Ejército, entre mediados de 1981 e inicios de 1982, un genocidio contra la población maya ixil.
Los testigos recordarán el día en que el Ejército, bajo el mando de Benedicto, llegó a su comunidad para quemar, violar y asesinar. Esperarán décadas. Llegarán para señalar al general.

Más de cuatro décadas después de esta arremetida, no habrá casi ningún culpable declarado. Habrá quienes en Guatemala, sobre todo las cúpulas militares y la élite conservadora, aún la niegan o la maquillan. En años en los que la corrupción y la represión carcomen el sistema judicial, el pueblito de Chajul será un esquelético monumento a la impunidad histórica, al desamparo de las víctimas. Los documentos estadounidenses, una serie de peritajes científicos y forenses, exhumaciones y los testimonios de sobrevivientes entregados a juicio, apuntarán a un hecho contundente: en Chajul hay huesos. Los hay de todos los tamaños, lastimados por proyectiles o quemados por el fuego.
Apuntan a otro también: habrá poco o nulo interés político en desenterrarlos. Pero para entender aquello, primero hay que trazar los pasos de los hermanos Lucas, dos hombres fuertes entre militares fuertes.

II. El Norte y el zumbido de los helicópteros
30 de enero de 1980, Ciudad de Guatemala. El embajador de Estados Unidos, Frank Ortiz, ha salido de una reunión tensa con el presidente Romeo Lucas García, un militar que lleva un año y medio con el control de facto del Estado guatemalteco. Son algunos de los años de mayor represión estatal en décadas. En un cable diplomático al secretario de Estado Cyrus Vance y las embajadas estadounidenses en Managua, San José, San Salvador y Tegucigalpa, Ortiz informa que “el presidente parece tener un estado de ánimo delicado” y que sostuvo “la conversación más acalorada que he tenido con él” desde que entregó sus credenciales en Guatemala en julio de 1979.
En 2019, dos decenas de cables secretos de la inteligencia y diplomacia estadounidense serán entregados a la Fiscalía de Derechos Humanos por la National Security Archive, una asociación con sede en Washington que aboga por la desclasificación de documentos. Debido a los mínimos registros oficiales de Guatemala en el juicio, las comunicaciones internas de altos diplomáticos y agentes de inteligencia de Estados Unidos en los ochenta ofrecen una ventana privilegiada a negociaciones y tensiones entre países sobre la estrategia militar de los hermanos Lucas. Sobre todo, su apetito por la violencia política.
En Washington, el gobierno demócrata de Jimmy Carter está entrando a su último año. En Centroamérica, su administración dice estar empecinada en promover a actores políticos “moderados”. Ha suspendido desde 1977 la cooperación militar oficial con Guatemala a raíz de graves abusos contra la población por parte de los gobiernos militares de derecha. Sus asesinatos políticos, secuestros y tortura no dejan de salpicar los periódicos internacionales y los informes de derechos humanos. Romeo Lucas ha dicho al embajador que se siente arrinconado por la opinión pública global; su país, afirma, es el blanco principal del comunismo internacional. “Guatemala —declara el presidente, en palabras del embajador— será la última batalla del comunismo antes de alcanzar las fronteras de Estados Unidos”. El militar, dice el cable, “estaba llegando a la conclusión de que Guatemala casi no tenía amigos y que pronto Guatemala tendría que tomar acciones unilaterales para asegurar su propia seguridad, sin importar la opinión extranjera”.
Para el 20 de junio de 1980, la mirada del embajador se vuelve tenebrosa: “Guatemala es un baño de sangre a punto de suceder”, escribe en una misiva al siguiente secretario de Estado, Edmund Muskie, todavía bajo el gobierno demócrata en Estados Unidos. “Los extremistas aquí, en particular los de la derecha, son probablemente igual de extremistas que cualquiera que se pueda encontrar”, afirma. “La ultraderecha recurre a la violencia porque su paranoia, muchas veces autoinducida, es la de atacar mortalmente todo lo que perciba como una amenaza”. En un mensaje a Muskie semanas después, el 18 de agosto de 1980, agrega que Romeo Lucas ha acusado a funcionarios de Estados Unidos de buscar “estrangular” Guatemala en lo militar y económico. El presidente, dice, rechazaría cualquier oferta de ayuda estadounidense que lo obligue a tomar “un camino que le impediría utilizar medidas que él consideraba eran las únicas que evitarían que la extrema izquierda lo derrotara”.

La valoración más severa del Gobierno de Carter, entre los documentos entregados a juicio, la hace el Consejo de Seguridad Nacional. Afirma, en un memorándum secreto de julio de 1980, que “el Gobierno guatemalteco es uno de los regímenes más brutales del mundo”. Rayando la delgada frontera entre sarcasmo y franqueza, agrega que “su política es eliminar a todos los comunistas y su definición es tan amplia que probablemente incluiría a Zbig”, en referencia a Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional y negociador de Carter en Centroamérica. “Además —concluye el memorándum— es probable que (Guatemala) esté buscando socavar a la junta salvadoreña”. Se refiere a la Junta Revolucionaria de Gobierno que, tras dar un golpe de Estado en octubre de 1979, gobierna con puño de hierro en San Salvador. Una guerra civil también está echando raíces en el país vecino.
Las elecciones de 1980 en Estados Unidos sacuden los cimientos políticos de Carter y, de paso, su estrategia en Centroamérica. Para abril de 1981, Ronald Reagan lleva tres meses en la Casa Blanca y busca afianzar a los regímenes militares de Guatemala y El Salvador en sus guerras antiguerrilleras. Ha fijado como prioridad en el istmo derrocar al Gobierno sandinista que tomó el poder por las armas en Nicaragua a mediados de 1979. Pero, según el análisis de Kate Doyle del National Security Archive en su peritaje de juicio, la nueva administración republicana concede a Carter que la represión estatal en Guatemala es una piedra en el zapato para que el Congreso, desde Washington, levante el embargo de armas y de cooperación militar oficial a Guatemala. La archivista concluye que el Gobierno de Romeo Lucas es demasiado sanguinario hasta para los fines estratégicos de Reagan.
Muestra de ello es un cable confidencial del 8 de abril a la Embajada en Guatemala, por parte de altos funcionarios del Departamento de Estado. Expresan “nuestro deseo de restaurar una relación cercana y colaborativa con Guatemala, pero al mismo tiempo evitar cualquier posible conflicto con la legislación vigente de derechos humanos”. De cara a una visita a Guatemala del general estadounidense Vernon Walters, descrito en el peritaje como un conservador respetado en Washington y emisario de la administración Reagan, el Departamento de Estado planea ofrecer apoyo económico, esfuerzos por mejorar la imagen internacional de Guatemala y piezas de repuesto para helicópteros militares. A cambio, quieren que Romeo Lucas detenga “el involucramiento del gobierno en el asesinato indiscriminado de opositores políticos y no-combatientes inocentes”.
A finales de abril, redactan puntos de discusión para el viaje de Walters: “Los asesinatos de personas que no están participando claramente en las organizaciones guerrilleras han sido particularmente perjudiciales para nuestro Congreso y el público”, dice el borrador del 28 de abril. “Hablando francamente como soldado, dudo que se pueda ganar la guerra si la población, en especial los indios, tiene la impresión de que el gobierno considera como enemigo a todo aquel que no es activamente su amigo”.
Para el 22 de septiembre de 1981, Benedicto lleva un mes instalado como jefe del Estado Mayor. La respuesta a los estadounidenses es contundente: “El presidente Lucas dio a entender que el Gobierno de Guatemala seguiría persiguiendo la guerra como la había conducido en el pasado”, reporta al secretario de Estado el nuevo embajador Frederic Chapin. “Es improbable que el presidente Lucas modifique la política de su gobierno para frenar la violencia generalizada. Él (el general Walters) cree que el Gobierno de Estados Unidos tendrá que tomar la decisión de si vender partes de repuesto de helicópteros, fundamentado en las consideraciones de seguridad nacional de EE.UU., en lugar de esperar que el Gobierno de Guatemala cambie sus maneras”.

Aun teniendo este conocimiento, Walters y Romeo Lucas discuten la posibilidad de mentir al Congreso de Estados Unidos. “El canciller (Rafael) Castillo Valdez prometió proveer información a la embajada, de la que el embajador Walters podría servirse con el Congreso para tratar de demostrar que el Gobierno de Guatemala en efecto buscaba frenar la violencia generalizada”, admite en privado el embajador. La legislatura estadounidense no levantará el embargo a Guatemala hasta finales de 1983, más de un año después del golpe del general guatemalteco Efraín Ríos Montt, que derrocará a los Lucas.
Todavía para finales de 1981, la administración estadounidense debate otra maniobra: en un memorándum secreto del 5 de octubre, el oficial de derechos humanos del Departamento de Estado Robert Jacobs propone marcar distancia del Gobierno de Guatemala, teniendo pleno conocimiento de sus atropellos, para lavarse las manos. “Solo con el tiempo sabremos, tanto nosotros como los guatemaltecos, si el presidente Lucas tiene razón en su convicción de que la represión funcionará”, plantea Jacobs. Habla de una “guerra sucia”. Si la represión lleva al “exterminio de las guerrillas, sus colaboradores y sus simpatizantes, no hay necesidad de que Estados Unidos se implique”, dice. “Podemos, tras finalizar la represión, trabajar para restaurar relaciones normales con los sucesores del presidente Lucas”, concluye.
De Argelia y Vietnam a Guatemala
Como jefe del Estado Mayor, Benedicto protagoniza artículos de prensa internacionales: es un general de alto octanaje en el Ejército y el ejecutor de una férrea contrainsurgencia. A inicios de 1982, en un reportaje titulado “Creciente violencia asedia a Centroamérica”, el Washington Post lo describe como “el hermano extravagante del presidente Romeo Lucas García” y da algunas pinceladas de su carrera: “Capacitado en Saint-Cyr, Francia, durante la guerra en Argelia y veterano de múltiples comandos de terreno, Benedicto Lucas transformó las tácticas del Ejército”. El New York Times y el Departamento de Estado de Reagan hacen el mismo retrato; el Times le adjudica “experiencia de combate en Argelia”.
Los nexos del régimen de Romeo Lucas García con la contrainsurgencia francesa en Argelia, donde se perfeccionó el concepto de escuadrón de la muerte, no pasan desapercibidos en Guatemala. Hace tres años, en 1979, el exalcalde de Ciudad de Guatemala, Manuel Colom Argueta, antes de su asesinato en marzo, dijo en un discurso en la estatal Universidad de San Carlos que, “bajo auspicios norteamericanos, los métodos de Argelia” se implementaban en Guatemala. Fragmentos de su discurso serán recogidos en un peritaje entregado al juicio de Benedicto por el historiador canadiense Marc Drouin. “Comienza una modalidad de genocidio no conocida anteriormente en Guatemala”, agregó Colom Argueta.
El documental de Plaza Pública, “Benedicto”, muestra su diploma de la Escuela de las Américas, academia estadounidense por la que pasan los principales militares de América Latina en plena Guerra Fría. Benedicto aparece como hilo conductor en la historia regional a medio siglo: según el medio, fue cadete en 1954, “cuando trataron de sostener el Gobierno de Jacobo Árbenz”, derrocado ese año en un golpe de Estado patrocinado por la CIA. Entrenó a exiliados cubanos que en 1961 invadieron la Bahía de Cochinos, ahora sí de lado de Estados Unidos. Lideró en 1976 un complot en Guatemala para invadir Belice. Fundó el Cuerpo de Paracaidistas. Un hombre al pie del cañón, en la médula del combate.
Décadas después, en 2016, mientras se ciernen sobre él investigaciones por crímenes de guerra y de lesa humanidad, recordará ante Plaza Pública su propia figura grande: “Yo, en el Ejército, soy muy bien visto, muy respetado y todo. Aquí me invitan a todas las actividades. Todos mis colegas me felicitan a través de Facebook y me dicen que yo soy un ícono. Claro, gracias, me siento muy halagado, porque yo sembré cátedra y ejemplo en el Ejército”.
Para enero de 1982, Benedicto afirma al Washington Post que el Ejército tiene problemas de criterio en el terreno. “Hay Fuerzas Irregulares Locales que también ayudan a las guerrillas y las advierten sobre la llegada del Ejército”, dice. “Por supuesto, estas personas son difíciles de distinguir de la mayoría del resto de la población local, pero estas bases organizacionales tienen que ser persuadidas o hay que acabar con ellas”. Agregó: “Por ello, pues, la población sufre”.
A finales de 1981, el Departamento de Estado y las agencias de inteligencia de Estados Unidos esbozan retratos distintos del poder militar de Benedicto, instalado el 15 de agosto al mando del Ejército. El embajador Chapin le dibuja una cara más pragmática: describe una “estrategia dual” de perseguir agresivamente a la guerrilla mientras tratan de “ganarse los corazones y las mentes” de civiles en campos para refugiados y ex colaboradores de la guerrilla en el altiplano, donde ya se libra una feroz campaña militar. La estrategia, según Chapin, se parece a la operación psicológica Chieu Hoi, o “Brazos abiertos”, implementada por el Ejército de Estados Unidos en Vietnam.
El embajador de Reagan culpa a subordinados de Benedicto por supuestamente socavar esta estrategia dual, utilizando “terror contra las aldeas como un instrumento de guerra antiguerrillera”.
La inteligencia estadounidense, por otro lado, retrata a un militar implacable y en firme control. La CIA, principal agencia de inteligencia de Estados Unidos y colaboradora del Ejército guatemalteco a lo largo del conflicto armado, reporta el 5 de diciembre “la ofensiva más grande llevada a cabo hasta ahora por el Ejército” guatemalteco, dirigida por Benedicto, y resultando en el desmantelamiento de un supuesto frente guerrillero, la muerte de alrededor de 55 combatientes, el cierre de sus bases y túneles y la confiscación de armas y comida. Para el 21 de enero de 1982, la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA) de Estados Unidos afirma que la contrainsurgencia de los hermanos Lucas está en su “apogeo” y registra el traslado a la vanguardia a oficiales “activos y agresivos” que “comparten la visión contrainsurgente del general Benedicto Lucas García”.
El general cuenta una versión parecida. Publicará un libro de memorias en 2012, un año antes del juicio contra Ríos Montt. En el capítulo 14 escribe: “Asumo el cargo de Jefe del Estado Mayor General del Ejército… Inicié viajes por toda la República, enterándome de la situación en cada departamento, yendo a las áreas de operaciones y dejando de una vez instrucciones precisas de lo que se tenía que hacer en adelante para enfrentar a la guerrilla. Se cambiaron destacamentos fijos por patrullas móviles en las áreas en conflicto, abastecidas por aire por medio de helicópteros y paracaídas. Di órdenes estrictas a la Fuerza Aérea para apoyar a cualquier hora a las patrullas con fuego aerotáctico y abastecimiento a las mismas en sus circunscripciones, sin ninguna excusa, especialmente en el occidente, que era donde había más presencia guerrillera”.
En su libro, entregado al juicio como prueba de su culpabilidad, el general también menciona el “Triángulo Ixil, así llamado en términos operacionales, formado por los municipios de (Santa María) Nebaj, San Juan Cotzal y (San Gaspar) Chajul del departamento de Quiché, en donde se habla el idioma ixil, pero pude evidenciar que los mismos no se comprendían o me querían ver la cara. Cuando yo llegué al Estado Mayor, esa región se encontraba totalmente bajo control de la guerrilla, pues se tenía mucho temor de ingresar a ella, por lo que ordené que se instalaran destacamentos con suficientes efectivos en las cabeceras municipales, con patrullaje totalmente móvil”.

Otto Cuéllar, un excombatiente que se mudó al área ixil desde Ciudad de Guatemala en 1981, para sumarse a las filas del EGP, cuenta que “todas las aldeas, salvo aldeas rarísimas”, simpatizaban con la guerrilla y “se organizaron” para apoyar con comida y otros abastecimientos, pero que las fuerzas guerrilleras en el área ixil se contaban en decenas. “No es que toda la población fuera combatiente; las unidades eran contaditas. Da risa, porque algunos artículos dicen que la guerrilla en el 82 tenía diez mil guerrilleros. Eso es ridículo”, afirmará en entrevista con El Faro en octubre de 2024, en una oficina en Nebaj, pueblo del área ixil. Cuéllar, capitalino por nacimiento, se convertirá en años posteriores al conflicto armado en miembro de la Cofradía Ixil de Nebaj. “Un pelotón se componía por, si mucho, 20 combatientes. Había un pelotón de Nebaj, un pelotón de Cotzal, un pelotón de Chajul, un pelotón de Uspantán y un pelotón de Sacapulas. Esa era la fuerza real operativa. Supongamos que había algunas escuadras por ahí: (en tota había unos 120 (en territorio ixil y aledaños). No había más”.
En medio del operativo, en una entrevista con la documentalista estadounidense Pamela Yates el 9 de febrero de 1982, recogida por el perito canadiense Drouin, incluso Benedicto parece contradecir al futuro Benedicto.
—Guerrilleros, en sí, son 1,500 o 2,000 que andan dispersos por todos lados (del país) —afirma el general—. Ahora quedarán poco más o menos de unos 5,000 a 6,000 efectivos de las Fuerzas Irregulares Locales. No pienso que queden más.
—¿Cómo puede distinguir entre guerrilleros y campesinos o entre guerrilleros e irregulares? —pregunta Yates.
—Sí, ese es el problema más grande que atravesamos nosotros cuando estamos en el terreno —contesta Benedicto—. Formaron políticamente a la población, la organización, la concientización. Y eso nos llevó a considerar que verdaderamente teníamos un problema grande enfrente y lo atacamos. Lo estamos atacando (para) que ya no sigan apoyando a los guerrilleros.
“El general (Benedicto Lucas) García ha dicho que pretende «pacificar el país» ocupando la estrategia de los franceses en Argelia y los franceses y estadounidenses en Vietnam”, informa el New York Times para mediados de marzo de 1982. Firma el despacho el reportero Raymond Bonner: dos meses antes, junto con el Washington Post, ha destapado la masacre de cientos de civiles por el Ejército salvadoreño en El Mozote, una matanza que el Gobierno de El Salvador y el de Ronald Reagan, meses después, aún niegan. En Guatemala la llegada al mando militar de Benedicto desató un terremoto: “Ha revitalizado el Ejército de Guatemala, sacando a los soldados de sus cuarteles fijos hasta los bastiones de la guerrilla en la montaña”, escribe Bonner. “Cerca de Santa Cruz del Quiché (Guatemala), el Ejército ha establecido un impresionante puesto de mando como nunca antes visto en El Salvador”. Santa Cruz queda a menos de cien kilómetros de los ixiles.
“Desafortunadamente”, concluye Bonner, “grandes números de campesinos son a menudo asesinados para negar a los guerrilleros su apoyo”.
Son meses por los que, en sus últimos años de vida, el comandante será llevado ante un Tribunal de Mayor Riesgo guatemalteco.
“Algún día regresa por mis huesos”
16 de febrero de 1982, Chajul. Al llegar al caserío Chulultze’, los soldados atacan con prisa. Bombardean las casas y descienden en lazos. Prenden fuego a las viviendas y disparan mientras las familias se esconden entre los arbustos. “Pero era imposible, porque los helicópteros se estaban acercando a la tierra”, dice Engracia a través de una intérprete en la variante chajulense de ixil, su primer idioma. Esto “provocó mucho viento y se movían todos los arbustos y las ramas de los árboles”. Los soldados encuentran a su papá Gaspar y le disparan en la frente. Engracia queda sin saliva viéndolo, congelada de aturdimiento. Una compañera y su hermana Manuela —esta última con su hija recién nacida entre brazos— la sacuden del estupor arrastrándola a la última casa sin quemarse.
Los asesinos las siguen.
En estos días, un cable de la CIA matiza las directivas de Benedicto a sus tropas: “El Jefe del Estado Mayor del Ejército ha advertido a sus hombres contra herir a campesinos inocentes, pero reconoció que, ya que la mayoría de los indígenas en el área apoyan a las guerrillas, probablemente será necesario destruir cierto número de aldeas”.
La abogada española Paloma Soria Montañez, investigadora de crímenes internacionales de género, afirmará años después, en 2013, en anticipo al juicio contra Benedicto, que “El Ejército masacraba y ejecutaba a las personas que huían a las montañas”. La perito agrega: “No había alimentos y debían estar en constante movimiento para no ser localizados por el Ejército. (...) En la mayoría de los casos, se ejecutaron masacres y se quemaron casas, cosechas, animales y cualquier bien que permitiera la subsistencia de las comunidades”.
Escondidas en la última casita de la aldea, el miedo desencadena una decisión fulminante.
—Ándate, ya no tengo fuerzas para esconderme. Sé que me voy a morir aquí, lo presiento —dice resoluta Manuela, encomendando a su hermana menor al cuidado de una compañera de once años de edad, poco mayor que ella. Una niña velando por la sobrevivencia de otra niña. Durante décadas, esta compañera pedirá que Engracia no la identifique nunca por nombre en ningún relato.
En un cable del 20 de febrero, que a día de hoy aún tiene cuatro páginas con varios tachones de información clasificada, la CIA describe lo sucedido en las aldeas: “A mediados de febrero de 1982, el Ejército de Guatemala reforzó su fuerza existente en el departamento central del Quiché y lanzó una operación de barrida en el Triángulo Ixil. Los comandantes de las unidades involucradas han recibido la instrucción de destruir todos los pueblos y las aldeas que están cooperando con el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y de eliminar toda fuente de resistencia”.
Agrega un supuesto salvoconducto del que ni Engracia ni su hermana ni su papá se enteraron nunca: “Los civiles en el área que acepten colaborar con el Ejército y busquen la protección del Ejército serán tratados bien y cuidados en campamentos de refugiados durante la operación”.
—Seguramente tú tienes vida —se despide Manuela—. Ándate y algún día regresa por mis huesos, por mi cuerpo.
III. El protector de la raza campesina
Y 5 de abril de 2024, Ciudad de Guatemala. La Torre de Tribunales es un edificio gris y sombrío de quince niveles que se asoma por encima de los demás edificios del centro de la capital. Lo rodea un colorido paisaje de pequeños puestos de venta y un coro de pitidos de buses y motos que pasan dejando hombres en corbata para sus audiencias. A las once de la mañana, un señor lustra zapatos a la par de un puñado de mujeres en indumentaria maya que se ríen entre ellas. Contra las grietas, frente al edificio, alguien ha colocado unos letreros enormes con el blanco y celeste de la bandera guatemalteca y una foto de personas maya ixiles.
“El pueblo ixil reclama vivir en paz” y “Somos el verdadero pueblo ixil”, declaran los letreros. Terminan en unísono tajante: “No hubo genocidio”.
En territorio ixil como en Ciudad de Guatemala, la memoria misma del conflicto armado sigue siendo, cuatro décadas después, campo de batalla y herida abierta. Entre los ixiles hay grupos que niegan activamente que haya habido genocidio en el área, algunos de ellos vinculados a las Patrullas de Autodefensa Civil, paramilitares organizados por los mandos militares de la zona a inicios de los ochentas. Las autoridades ancestrales ixiles afirman que las iglesias evangélicas se han convertido en caja de resonancia para las PAC, invitando al pueblo a que pase la página y se olvide de los daños del pasado.
En el último nivel, el eslabón final en una sufrida cadena de escaleras y salas conectadas por una elevadora lentísima, el Tribunal de Mayor Riesgo “A” ha citado al exjefe del Estado Mayor, Benedicto Lucas García. Es su primera audiencia sometido a juicio por genocidio. La sala grande hoy se ha llenado. Entre la multitud hay mujeres ixiles, defensores de derechos humanos, periodistas, representantes del grupo internacional de solidaridad NISGUA y de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH). El alboroto de arranque del juicio se esfumará: la mayoría de las audiencias en los próximos meses estarán casi vacías.

—Este es un caso mediático —sentencia una de las dos defensoras públicas de Benedicto que se han acreditado ante la corte—. Él ya está prácticamente condenado. Es por ello lo importante que estén los medios de comunicación, para poder humanizar a mi defendido.
El defendido no está. Ni él ni sus dos defensoras públicas concederán una entrevista a El Faro a pesar de múltiples solicitudes durante el juicio. Se le ve tras una cámara, por videollamada, en traje de paciente del Hospital Militar. Así lo hará durante meses, sin encarar en carne propia a decenas de testigos. Le acaban de operar “unas hernias”, informan. A sus 92 años, es un hombre todavía robusto. Ante la cámara, en los próximos meses, el viejo militar caminará recto. No ha sucumbido a la senilidad, como la gran mayoría de sus pocos compañeros en armas aún vivos.
Más de cuatro décadas después de la barbarie, en esta sala se juzga entre los que quedan. A los perpetradores que quedan. Con las víctimas que quedan.
Es el segundo proceso por genocidio en la historia de Guatemala. En mayo de 2013, Guatemala condenó al dictador Ríos Montt, convirtiéndose en el primer país en condenar a un exjefe de Estado en un tribunal nacional por ese delito. Poco después del veredicto, la Corte de Constitucionalidad anuló la sentencia y meses de audiencias, citando un tecnicismo procesal. Ríos Montt murió durante su segundo juicio. El proceso contra Benedicto, hermano del caudillo que precedió a Ríos, evalúa una tesis central de la Fiscalía de Derechos Humanos: entre golpes y contragolpes de Estado en los turbulentos años ochenta en Guatemala, una política de exterminio dirigida contra la población ixil trascendía los cambios de mando.
—Él se denomina como persona indígena —continúa la defensora de Benedicto—. Es miembro de una cofradía de las Verapaces. A lo largo de su vida ha velado por que no se violen los derechos humanos de los pueblos indígenas y de todo ser humano, porque él no hace distinción ni discriminación alguna.
En años recientes, los fiscales de derechos humanos han acusado a Benedicto de participar en una serie de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Entre ellos están casos históricos como CREOMPAZ, por la desaparición forzada de decenas de víctimas encontradas en fosas clandestinas atadas de pies y manos y ojos vendados, en la base militar de Cobán, Alta Verapaz, el pueblo natal del acusado. Este caso será anulado en noviembre de 2024, dejando en impunidad uno de los casos más grandes de desaparición en la historia contemporánea de América Latina. Benedicto ha sugerido que las personas murieron en el terremoto de 1976 y sus cuerpos fueron depositados ahí.También está el secuestro y tortura de Marco Antonio Molina Theissen y la violación de su hermana, Emma. En este segundo caso, que fue presentado en 2003 ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, fue sentenciado en 2018 a 58 años de prisión, aunque le fueron conmutados a arresto domiciliario en 2023. El 6 de febrero de 2025, sus abogados pedirán que se anule la sentencia alegando que las medidas de reparación son inconstitucionales. Aunque dicen que no disputan su culpabilidad, la defensa argumenta que no es legal que el Tribunal haya ordenado al Congreso —como medida de reparación— aprobar una ley para crear un Registro Nacional de Víctimas del Desplazamiento Forzoso.
Hoy, sus abogados le han aconsejado no dar declaraciones hasta tener tiempo para leer unas 70 páginas de la acusación “despacio”. Pero cuando la corte pide a Benedicto confirmar sus datos personales y declarar el estado jurídico de estos otros casos, pronuncia de todos modos algunas palabras en su propia defensa.
—Estoy ya desesperado. A la edad que tengo, he estado yendo, yendo y yendo a la Torre de Tribunales por casos que, verdaderamente, ni siquiera reconozco —afirma el general, moviendo las manos en pequeñas vueltas para expresar su frustración.
La primera acusación penal por genocidio en Guatemala llegó al Ministerio Público en 2001, cuando la Asociación por la Justicia y Reconciliación denunció a tres regímenes consecutivas por sus hechos entre 1978 y 1985: los de Romeo Lucas García, Efraín Ríos Montt y Humberto Mejía Víctores. La acusación también abarcaba las regiones del Ixcán y Huehuetenango. Con el tiempo, por estrategia legal y falta de recursos, redujeron su enfoque al área ixil en los primeros dos gobiernos. Primero se llevó el caso de Ríos Montt y, hasta 2018, la Fiscalía de Derechos Humanos judicializó el caso contra Benedicto.

Hoy ante la corte, el general denuncia una conspiración contra él por parte de la activista de derechos humanos Helen Mack —cuya hermana fue asesinada en 1990, llevando a la primera condena de militares en una corte guatemalteca por crímenes de guerra— y la exfiscal general Claudia Paz y Paz, que llevó a juicio a Ríos Montt. Ambas, amenazadas por las élites políticas, huyeron de Guatemala y están exiliadas. Agrega a esta lista a Juan Francisco Solórzano Foppa, exfiscal y administrador tributario cuyo trabajo contribuyó a la renuncia y el encarcelamiento del expresidente Otto Pérez Molina, otro general en retiro. Foppa sigue en Guatemala, pero ha sido llevado a tribunales repetidas veces en los últimos años, como su condena en 2023 como parte de una embestida contra los abogados del periodista encarcelado Jose Rubén Zamora. Para el general, gente amenazada por la justicia lo persigue ante la justicia.
Benedicto, sobre todo, dice que no es racista.
—Mi esposa es un cruce indígena-alemana y yo soy protector de la raza campesina —declara—. He sido defensor de los indígenas desde que nací. Crecí entre ellos.
En 1982, el New York Times reportaba que el Ejército reclutaba a la fuerza a hombres indígenas, un hecho que el acusado, en el documental de 2016 de Plaza Pública, construye a medias: “Los soldados son muy sinceros y francos. Por eso es que tampoco pudo haber, aquí en Guatemala, genocidio: porque todos (los soldados) son gente campesina. Eran 90 % gente de las aldeas y caseríos los que combatían”.
En noviembre de 2019, el Ministerio Público acusó a Benedicto, junto con Manuel Callejas y Callejas, su exdirector de inteligencia, y César Octavio Noguera, exjefe de operaciones militares, de haber cometido actos de genocidio contra la población maya ixil en el altiplano. Noguera falleció en 2020 y la corte ha declarado incapaz a Callejas, que tiene Parkinson. Benedicto es el último hombre en pie. Tras años de retraso, se logró fijar esta audiencia.
Más de cuatro décadas después de la barbarie, en esta sala se juzga entre los que quedan. A los acusadores que quedan. Con las víctimas que quedan.
—El Ministerio Público, así también la parte querellante, ha hecho aseveraciones inclusive indicando que el Triángulo Ixil, o el área ixil, fue denominado “área roja” y que por ello se pretendió exterminar al pueblo maya ixil —plantea su defensora—. Si hacemos un símil a hoy en día, tenemos áreas rojas, señor juez. Y no por ser áreas rojas quiere decir que el Estado de Guatemala va a barrer y asesinar y crear situaciones para exterminar a todas las personas que se encuentran viviendo en ese lugar.
Retoma aquel mismo verbo, el del nombre de la operación por la que Benedicto ahora enfrenta juicio: “barrer”. “Operación Barrida”. El propio Manual de guerra subversiva, una publicación del Ejército de Guatemala entregada en el juicio, afirma que el Ejército delimitó zonas rojas, rosadas y blancas para categorizar a poblaciones amigas y enemigas de las fuerzas armadas, incluyendo población no-combatiente. “Si la lucha se condujese sólo considerando la destrucción de los elementos armados, entonces se estaría dejando en libertad a la Organización Político-Administrativa Subversiva, para que continúe desarrollándose y ejerciendo una acción creciente sobre la población”, se lee en el manual.
“Cuando uno llegaba a la zona roja, la verdadera zona roja, que estaba ploteada como una línea imaginaria, desde el momento en que uno cruzaba esa línea imaginaria, ya todo lo que ahí existía ya era un enemigo en potencia”, dijo un exmilitar presente en los operativos del área ixil en 1982. Se convirtió en testigo protegido de la Fiscalía de Derechos Humanos en 2014 y dio esta declaración en una ampliación de su testimonio en 2018. “Ya sea una persona, un niño, un hombre, una mujer o un anciano, eran considerados enemigos”, agregó. “También lo material: todo era considerado enemigo. La vegetación también era considerada enemiga”.
Quizá no hay mejor retrato del repentino deterioro del sistema de justicia en Guatemala que este: Miguel Ángel Gálvez, el juez de Mayor Riesgo que tomó el testimonio al exmilitar, un jurista reconocido por llevar a juicio casos de crimen organizado e impunidad histórica, está exiliado desde abril de 2023. Huyó de Guatemala en medio de amenazas y hostigamientos contra él y su familia. La Fundación Contra el Terrorismo (FCT), un grupo vinculado a exmilitares que se describe como “francotiradores legales”, había puesto su cara en un cartón de lotería junto con siete fiscales, jueces y periodistas como Jose Rubén Zamora. Gálvez huyó del país antes de sufrir el mismo castigo. Sobre los casos vinculados al conflicto armado que él llevó, dijo a El Faro: “entendí que Guatemala está diseñada para la impunidad”.
—Indican que se le denominó a todo el pueblo ixil enemigo interno y no es cierto —argumenta el equipo de Benedicto—. La defensa ha analizado los documentos, inclusive documentos que no están en este proceso, pero por el tipo penal y por establecer en cuanto al enfrentamiento armado interno, ha podido obtener el acceso. Y en ningún documento se determina que se debía exterminar a la población civil maya ixil y se le haya denominado enemigo interno.
En 2012, en el caso por las masacres de Río Negro, la Corte Interamericana afirmó que “el ejército de Guatemala identificó a los miembros del pueblo indígena maya dentro de la categoría de «enemigo interno», por considerar que estos constituían o podían constituir la base social de la guerrilla”.Más reveladores todavía son las palabras de militares hace décadas, cuando aún no se imaginaban la posibilidad de juicios, ni mucho menos condenas. El general de división Héctor Alejandro Gramajo Morales, que concedió más de una docena de entrevistas a la investigadora estadounidense Jennifer Schirmer, dijo en una de las conversaciones, publicada en 1991 en Harvard International Review, que hubo tiempos de masacres indiscriminadas: “Hemos creado una estrategia más humanitaria y menos costosa, para que sea más compatible con el sistema democrático. Instituimos asuntos civiles (en 1982), lo cual provee el desarrollo para 70 % de la población, mientras matamos al 30 por ciento. Antes, la estrategia era matar al 100 %”.
Drouin, el historiador canadiense, escribe en su peritaje que Gramajo se refiere al período de Benedicto al frente del Estado Mayor.
La defensa también disputa la tipificación de la guerra en Guatemala, que duró de 1960 a 1996, como un “conflicto armado interno”. Prefieren el término “enfrentamiento”; argumentan que, por ende, los hechos de violencia no deben juzgarse bajo estándares del derecho internacional.
—Los conflictos armados que se llevan a cabo al interior de los estados han permanecido fuera del foco del interés del derecho internacional, por considerarlos de fuero interno de cada estado —dice el equipo de Benedicto—. Así también, en consecuencia, ajenos de su competencia y del ámbito de la aplicación de las normas que regulan los conflictos armados de carácter internacional.
“Absolutamente falso”, dice a El Faro el abogado de derecho humanitario Alfredo Ortega. “Es de las cuestiones básicas cuando uno lleva un curso de derecho internacional humanitario: hay reglas de guerra, sean conflictos armados nacionales o internacionales. Y son de las muy elementales, como la protección de la población no-combatiente”.


Guatemala ratificó en 1950 la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. El Código Penal también tipifica el delito. Los Acuerdos de Paz Firme y Duradera de 1996 hablan de un “enfrentamiento armado interno”, aunque “enfrentamiento” y “conflicto” se utilizan indistintamente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. “Están jugando con la connotación de los términos y es una falacia. Le llames guerra, conflicto armado o conflagración, un conflicto armado no internacional es parte del ámbito de aplicación del derecho internacional humanitario”, agrega Ortega.
—Se ha indicado que mi defendido supervisó, organizó, coordinó o planificó ciertas operaciones en el área ixil —retoma su abogada. Propone que cualquier abuso habría sido cometido por subordinados del acusado, sin su conocimiento—. Inclusive pueden existir excesos por parte del personal que está bajo el imperio de una jerarquía y no quiere decir que si (alguien) hace algo ilícito, se lo tenga que trasladar a usted. No necesariamente. Y si lo hace, tiene que constar que se lo trasladó y probarlo.
La CIA tuvo algo que decir respecto de la cadena de mando. Informó, en su cable del 20 de febrero de 1982, el día que aquel hombre rescató a Engracia Mendoza, que el alto mando del Ejército, encabezado por Benedicto, estuvo “altamente satisfecho con los resultados iniciales” de la Operación Barrida y pronosticaba éxito “destruyendo el área de apoyo al EGP y sacando al EGP del área ixil”. “La creencia que sabemos que sostiene el Ejército, de que toda la población india ixil es pro-EGP, ha creado una situación en la que el Ejército no dará cuartel a combatientes ni a no-combatientes”, concluyó la agencia estadounidense.
—Muchos soldados se inmolaron bajo el asedio terrorista en un esfuerzo de no lastimar a mujeres, niños y ancianos —afirma la defensora con firmeza. No voltea a ver la sala, adonde también han acudido personas ixiles—. El Ejército de Guatemala estaba empeñado en una intensa lucha para mantener el Estado de Guatemala y proteger a la población civil.
La evidencia presentada por los fiscales construye otro relato. En la fase de debate, a lo largo de los próximos meses de 2024, la Fiscalía de Derechos Humanos presentará documentos y testimonios situando a Benedicto al mando de las operaciones criminales. Recolectaron evidencia de decenas de masacres, 90 desapariciones forzadas, violencia sexual, desplazamiento forzado y la destruccion completa de 32 aldeas. Los fiscales también recabaron 12 audios en adelanto de prueba entre 2010 y 2017. En el expediente hay 844 víctimas en total. Alrededor de 40 de ellas, según los querellantes, murieron antes de la primera audiencia, a la espera de dar testimonio.
Más de cuatro décadas después de la barbarie, en esta sala se juzga entre los que quedan. A los perpetradores que quedan. Con las víctimas que quedan.
—El acusado estuvo a cargo de conformar las zonas, brigadas, bases y comandos de operaciones dentro de las que se incluye la Fuerza de Tarea Gumarcaj y la Zona Militar Mariscal Gregorio Solares de Huehuetenango, que simultáneamente operaron dentro de lo que militarmente se consideró el Triángulo Ixil para desarrollar cada uno de los operativos que constituyeron masacres, bombardeos, muertes y sometimiento a condiciones y demás circunstancias al pueblo maya ixil —dice en su argumento de apertura la abogada de la Asociación por la Justicia y Reconciliación, querellante adhesivo en el proceso.
Entre los 50 documentos en el expediente del caso hay investigaciones de derechos humanos realizadas en la época: un reporte de Amnistía Internacional; un informe de país de 1981, realizado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; y otro informe de una solicitud de visita a Guatemala de la Comisión, que fue negada por el entonces presidente Romeo Lucas García. También hay documentos desclasificados del Departamento de Estado de Estados Unidos y agencias de inteligencia de ese país.
La Fiscalía ha recolectado documentos militares que incluyen una docena de tesis elaboradas a inicios de los ochenta por oficiales del Estado Mayor para ascender a grados superiores. Uno de los estudios, “Cómo erradicar la subversión en el departamento de Quiché”, establece cómo operó el Ejército de Guatemala hasta octubre de 1981. “Es necesario realizar acciones tendientes a la eliminación de los motivos que sirven de base a los comunistas en los campos: social, económico, político, psicológico y militar, y de los cuales se ha recalcado bastante en los primeros capítulos de la presente tesis”, escribe un militar con clave “I 18 X81”. Sus recomendaciones incluyen la “Destrucción de la Organización Político-Administrativa local” o “A los delincuentes subversivos: obligarlos a dar batalla”.
Como evidencia científica presentarán 43 peritajes de antropólogos, forenses, arqueólogos, fotógrafos y genetistas que identificaron la existencia de fosas comunes y la recuperación de restos de víctimas. El fotoperiodista estadounidense Robert Nickelsberg, de la revista Time, presentará fotos de una visita a la región ixil con el Ejército, a la que el mismo Benedicto lo invitó. Viajó en helicóptero junto con otro periodista, dos francotiradores y el general. En su declaración confirma que observó cuando los francotiradores dispararon contra la población civil no-combatiente por orden del comandante. “¡Dale, dale!”, dice Nickelsberg que gritó Benedicto a sus hombres.
En su libro de memorias, Benedicto escribió que “en todas las operaciones iban elementos de la prensa nacional y extranjera”. Nickelsberg, por su parte, escribió en el New York Times en 2017 que el general dirigía las operaciones desde “una lógica simple y letal: cualquiera que huyera de nuestro helicóptero Bell blanco era guerrillero o simpatizante”.
Casi cuatro meses después de la primera audiencia de juicio, mientras el periodista describe aquel viaje por encima de los bosques del Quiché en una audiencia el 31 de julio, Benedicto escucha en silencio con los brazos cruzados, sin dejar entrever sentimiento alguno, con rostro de piedra.



“Al final, nos quedamos viendo todos los cuerpos”
16 de febrero de 1982. Dejando atrás a su hermana en la casa, Engracia y su compañera corren. Huyen de los militares.
—Niñas, niñas, ¿adónde van? ¡Regresen! —gritan los soldados.
Las dos se lanzan a un barranco y caen en un río. Engracia siente gotas escurriendo en la pierna y se da cuenta de que está sangrando. Caminan por horas sin rumbo en la montaña. Pasan la noche bajo un árbol, empapadas de pies a cabeza y sin dejar caer los párpados. Por la noche evaden a una patrulla: “Vieron las luces de las linternas. Llevaban casco. Vieron pasar muchos soldados. Se quedaron quietas”, relata su intérprete. Recuerda Engracia, con mirada firme: “Gracias a Dios por guardarnos, porque si hubiéramos estornudado seguramente nos hubieran matado”.
En medio de la Operación Barrida, la inteligencia estadounidense registra en su informe del 20 de febrero algunos movimientos de tropas: “Al inicio el Ejército planeaba asignar tres batallones completos, tres compañías cada uno, al Triángulo Ixil para la Operación Barrida, pero ha tenido problemas formando tres nuevos batallones y ha tenido que mover unidades de combate desde otras áreas hacia El Quiché”. Los desclasificadores del Gobierno de Estados Unidos tachan de negro las siguientes dos líneas y medio y el relato continúa: “Hay dos batallones de infantería y una compañía adicional de tropas aéreas involucrados actualmente en la barrida. Se espera la llegada de dos compañías más al área dentro de pocos días. La mayoría de las unidades que operan actualmente en el Triángulo Ixil son de la Brigada Mariscal Zavala, con sede en Ciudad de Guatemala”.
Engracia y su compañera pasan la noche lo suficientemente cerca de Chulultze’ como para escuchar a las que quedaron atrás. Sin darse cuenta, habían caminado en un círculo en la montaña. “Escuché los gritos y escuché el grito de mi hermana. Yo sé cómo grita, porque sé cuáles son las palabras de mi hermana. En ese momento los soldados empezaron a disparar”, recuerda Engracia. Cuenta una experiencia sobrenatural: “Después de disparar a todas las familias en esa comunidad, nos quedamos en shock. Sentía que alguien me estaba tocando: me tocaba la cabeza, los hombros y no había nadie. Estábamos solas debajo de los árboles en la noche y le pregunté a mi compañera si ella sentía eso. Y ella me dijo que sí”.
—Seguramente son los muertos; nuestros familiares están aquí con nosotros —dice Engracia— Probablemente por lo que vi, o porque vinieron conmigo mis muertos a las 6 de la mañana.
Para las ocho, vuelven los helicópteros.
—Ya tengo hambre, ya quiero comer —se queja Engracia.
—Los soldados no han pasado —protesta su compañera—. Seguramente siguen ahí donde estábamos. Siguen con nuestros muertos en la casa y, si vamos, nos van a matar.
Pasa una hora y Engracia no aguanta. —Mirá, si me muero, pues de plano toca, pero ya quiero comer.
—Tenemos palo de tomate, palo extranjero. Lo vamos a comer —responde la compañera—. Seguramente hay maíz en las trojas que tenemos allá. Pero esperemos un rato a que pasen los soldados.
Uno de los helicópteros llega a dejar comida para los soldados. Las niñas, aún mojadas, tiemblan de frío. Pero se resisten a la tentación. Se alejan del camino y comen palo de tomate y algunas hierbas silvestres en el monte. Vuelven por el río donde cayeron la tarde anterior hasta que, a finales de la mañana, se preguntan qué habrá sido de sus familiares: “Decidimos regresar a ver si alguno quedaba vivo”. “De lejos, observamos que no había soldados, pero sí veíamos que se movían las personas. Nos pusimos contentas. Pero al llegar a la casa donde estábamos, resulta que se movían las mujeres porque ya estaban colgadas. Encontré a mi hermana: estaba colgada, moviéndose. Había mujeres ahí desnudas sobre la cama y otras personas a las que les habían cortado la oreja, las manos, el cuello. A otros los habían asfixiado y otros estaban sentados, aparentemente vivos, pero no estaban vivos. Ya tenían disparos. Al final, nos quedamos viendo todos los cuerpos. Seguramente violaron a las mujeres porque algunas estaban colgadas sin el corte (desnudas)”.
Las ejecuciones sumarias y la violencia sexual contra mujeres y niñas maya por el Ejército guatemalteco durante el Gobierno de Romeo Lucas será ampliamente documentada por la Comisión de Esclarecimiento Histórico en 1999: alrededor de 97 % será cometida por soldados o paramilitares. Según la perito española Soria, “ante tanta evidencia de actos de violencia sexual u otro tipo contra mujeres y niñas, no era posible que los altos mandos no tuvieran conocimiento”. “Es precisamente por su condición como protectoras de la identidad y por su papel en la reproducción biológica y cultural de los pueblos que las mujeres y niñas mayas fueron atacadas en el conflicto por medio del uso de la violencia sexual”, afirma la perito. Esta violencia, añade, “estaba diseñada para romper lazos conyugales y sociales, generando ostracismo con terribles consecuencias que aún hoy definen estas comunidades”.
La escena de horror dentro de la casa pronto se interrumpe: “De lejos estaban los soldados y empezaron a dispararnos”. “Nosotras, sin dudarlo, salimos corriendo y llorando”.

IV. La última contraofensiva
6 de noviembre de 2024, Ciudad de Guatemala. Hoy, Benedicto enciende la cámara desde el Hospital Militar presumiendo una gorra azul marino, con cinco letras en mayúscula: “TRUMP”.
Ayer, los votantes estadounidenses enviaron a Donald Trump de regreso a la Casa Blanca.
“La farsa del genocidio”, se titula un libro que la defensa de Benedicto ha ubicado estratégicamente, como si fuera para las cámaras, al centro de su mesa en la sala de audiencias. Es la cereza del pastel de una gruesa pila de documentos que no se presentaron durante el debate oral. El juicio no valora los hallazgos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico o del Arzobispado de Guatemala —estos concluyeron que, en efecto, lo hubo— sino la presunta responsabilidad del exgeneral en actos de genocidio contra la población ixil.
El juicio parece acercarse a su final. Han sido meses de olvido en la prensa y el debate nacional. Hoy solo falta que la defensa presente conclusiones para que los jueces empiecen a deliberar. Pero pasaron por alto dos factores determinantes: una corte de apelaciones aceptará el argumento del general de que el Tribunal no ha sido imparcial; y la fiscal general Consuelo Porras, que se proyecta como la abanderada de una agenda arzoconservadora, tratará de someter bajo su control un proceso que se le ha salido del huacal.A Benedicto lo acompaña Karen Fischer, una abogada de ultraderecha conocida por su apoyo a militares acusados de crímenes de guerra y por sus acusaciones, sin presentar evidencia alguna, de fraude electoral en 2023. Fischer, abogada de la Liga ProPatria y cercana a la Fundación contra el Terrorismo, se ha presentado como mandataria judicial o representante de Benedicto. Ha sido la sombra de Benedicto en juicio, apareciendo en cámara o en la sala del Tribunal de Mayor Riesgo con pelo rubio plata meticulosamente planchada y labios fruncidos con desdén.La defensa dice cuestionar la imparcialidad del Tribunal por haber aceptado el informe escrito de un perito, el general peruano Rodolfo Robles Espinoza, quien debía declarar a inicios del mes. No se presentó, dejando solamente su declaración escrita. El equipo de Benedicto se ha aferrado a esto para pedir un cambio de tribunal, pese a que la Ley del Poder Judicial respalda que se admita el peritaje.
Es de manual de la defensa en casos de crímenes de lesa humanidad en Guatemala. Hace una década, en el juicio por genocidio en 2013 la defensa de Ríos Montt presentó una recusación contra el mismo Tribunal de Mayor Riesgo, que fue rechazada hasta que, después del veredicto, la Corte de Constitucionalidad se puso de lado del condenado y ordenó un nuevo juicio.
En el caso de Benedicto también, el Tribunal de Mayor Riesgo “A” se niega a apartarse. Ya están a un par de días del veredicto. Estos ya no son días de discutir sobre qué tribunal lleva el caso, dicen los jueces.
Tras más de 90 audiencias, la Fiscalía de Derechos Humanos ha pedido una pena de 2,860 años de prisión por cometer actos de genocidio, desaparición forzada y delitos contra los deberes de la humanidad contra al menos 800 víctimas en 23 masacres y 42 casos de desaparición. La defensa lleva tres días presentando conclusiones. Afirman que se debe culpar al Estado por los crímenes y no a Benedicto. A la sala de audiencias ha llegado la esposa del general, vestida en indumentaria maya. Ora a Dios con las manos sobre una de las defensoras públicas, que inclina la cabeza y cierra los ojos con reverencia.
El 13 de noviembre se detiene el proceso en seco. La defensa informa a la corte que una sala de apelaciones ha dado un amparo provisional para discutir si cambiar o no de tribunal. Las tensiones llegan a su pico cuando una jueza vocal, Lilian Patricia Ajam, se desmaya en plena audiencia. El tribunal dice que retomará las audiencias cuando se reincorpore, pero al día siguiente no lo hace. Al día siguiente tampoco, ni al siguiente…
La maraña de la apelación crece a la misma velocidad con que la búsqueda de justicia de las víctimas se nubla. Un profundo pesimismo se instala entre los querellantes y asociaciones cercanas a las víctimas, que leen el revés como una clara señal de boicot al proceso desde las altas esferas del Organismo Judicial.
Más de cuatro décadas después de la barbarie, en esta sala ya no se juzga entre los que quedan. Ni a los perpetradores que quedan. Ni con las víctimas que quedan.
Mientras tanto, en las últimas dos semanas, la fiscal general Consuelo Porras ha saltado a la acción: ha desmantelado la Unidad Especializada para Casos del Conflicto Armado, sin la cual ninguno de los casos por crímenes de guerra y lesa humanidad de la última década pudo haberse articulado. Ha destituido al fiscal Erick de León, quien durante años estuvo a cargo del caso del genocidio ixil. Ha trasladado también a cuatro auxiliares del caso, dejando solamente a una fiscal del equipo inicial. En total, en los últimos dos meses de 2024 y primeros de 2025 removerá o trasladará a más de una docena de fiscales de la Fiscalía de Derechos Humanos, insertando en su lugar a fiscales nuevos que no tienen conocimiento de los casos.
En una rueda de prensa del 14 de noviembre, las víctimas y la Asociación para la Justicia y la Reconciliación (AJR), querellante adhesivo del caso, denuncian la interferencia de Porras y su presentación de demandas contra fiscales que llevaban el caso. La Fiscalía ha mantenido reserva total sobre el impacto que estos hechos podrían tener en el proceso judicial: en el Ministerio Público reina la mordaza y la autocensura.
La defensa acumula recursos contra aspectos del proceso, ganando tiempo. El 28 de noviembre, la Sala Primera de Apelaciones de Mayor Riesgo acepta la recusación contra el Tribunal de Mayor Riesgo “A” y resuelve que el caso debe trasladarse al Tribunal “B”, para que el juicio empiece desde cero en la etapa de debate. Lo poco que queda del equipo de la Fiscalía responde pidiendo que la Corte Suprema corrija todo el desliz y ordene que el proceso continúe desde inicios de noviembre, como estaba previsto. Pero la alta corte no mueve un dedo.
En enero de 2025, la jueza presidenta y una de las juezas auxiliares del Tribunal “B” se niegan a conocer el caso. Para febrero, logran integrar el tribunal con jueces suplentes. Pero los querellantes recusan a una de las juezas, acusándola de tener relación con militares. Ella no acepta dejar el caso, dejando en limbo tanto si el segundo tribunal debe integrarse como si la jueza impugnada puede conocerlo.
En diciembre de 2024, Benedicto pide una revisión de medidas para ir a su casa. Pero los cambios de tribunal son vertiginosos: primero lo presenta al Tribunal de Mayor Riesgo “A”, pero responden que no pueden resolverlo porque ya estaban apartados del caso. A solicitud de él. Esta petición tendrá que hacer cola también. Cinco meses después, a inicios de abril de 2025, el abogado de AJR Mario Trejo dice que todo sigue en pausa. El cambio de tribunal aún no ha sido resuelto. Según una foto del calendario de 2025 de la corte, compartido con El Faro por Trejo, ni siquiera hay fecha de revisión este año.

“Es lo poco que vi”
17 de febrero de 1982, Chulultze’. Las niñas escapan de la casa aterradas y pierden sentido. Pronto caen en manos de los soldados. Sobre sus cuatro días detenidas, sin comida ni agua, Engracia dirá que, el sábado 20, un señor desconocido las rescata.
“Doña Engracia —traduce su intérprete— ya no podía pararse. Su otra compañera podía caminar un poquito. El señor vio que ella ya no podía moverse y que tenía escalofríos; estaba temblando. El Señor la envolvió en una bolsa y la cargó. El don se las llevó a otro lugar, una champa. En agua tibia, él las bañó. Él les dijo, ‘Vamos, yo las llevo y las voy a curar’”.
Hace cuatro días, el 16 de febrero, el Ejército de Guatemala mató al padre y a la hermana de Engracia Mendoza. En el operativo también ha disparado a su madre, Melchora Caba Sánchez, dejándola con una bala en la cadera y obligándole a cocinar para los soldados. Años después, fallecerá. La familia atribuirá su muerte a la bala. Sobre la masacre de Chulultze’, la Fiscalía no tendrá mayor registro. Años más tarde, los restos de las víctimas, de sus familiares, serán exhumados. Pero aun así, Engracia no podrá identificarlos. “Ya están exhumados, pero no sé cuáles son, porque (los militares) lo quemaron todo”, dirá el 29 de abril de 2025 por llamada en WhatsApp. El caserío Chulultze’ se convertirá en terreno privado.
“Es lo poco que vi y lo poco que sé”, concluirá en octubre de 2024 en la sala de su casa, sus ojos resplandecientes.
V. La neblina de la memoria
En medio de la Operación Barrida, el 20 de febrero de 1982, la CIA informa sobre sus primeros resultados: “Múltiples aldeas han sido quemadas hasta el suelo y se ha matado a un gran número de guerrilleros y colaboradores”. “Cuando una patrulla del Ejército encuentra resistencia y toma fuego desde un pueblo o aldea, se da por hecho que el pueblo entero es hostil y se procede a destruirlo. El Ejército ha encontrado que la mayoría de las aldeas han sido abandonadas antes de la llegada de las fuerzas militares. Se da por hecho que una aldea vacía había apoyado el EGP y es destruida. Hay cientos, posiblemente miles, de refugiados en las colinas sin hogares adonde puedan regresar”.
Sepultada entre frases anunciando el aparente éxito de la operación, los operadores estadounidenses despachan su crítica más frontal a la incursión: “El Ejército aún no ha encontrado ninguna fuerza significativa de la guerrilla en el área. Sus logros hasta la fecha se limitan a la destrucción de múltiples «pueblos controlados por el EGP» y el asesinato de colaboradores y simpatizantes indios”.
“No quiero que mi pueblo vuelva a sufrir”
31 de octubre de 2024. Un helicóptero del Ejército ha aterrizado en Chajul. Llevará a seis personas a un hospital en la capital desde la Finca La Perla, donde campesinos ixiles han retenido al dueño. La página de noticias chajul.com anuncia en Facebook que “un grupo minoritario de lugareños de La Perla… se oponían al pago” por tierras, “quedando como resultado el guardia de seguridad Juan Pérez fallecido y muchas personas heridas por el lado de los lugareños”.Medios en Ciudad de Guatemala como TV Azteca tildan de “presuntos invasores” a los campesinos. Engracia Mendoza, hoy miembro de la autoridad ixil de Chajul, cuenta una versión muy distinta: “Vienen a sacar a las personas del lugar Xiamac. Pero las personas no quieren salir, porque hace tiempo llegaron allá y tienen su casa construida allá. Sus padres y sus abuelos trabajaron ahí y exigieron su tiempo con el patrón, pero el patrón no tiene la conciencia para apoyar a las personas”.
En Chajul ha habido más huesos.
Es la tarde antes del Día de Todos Los Santos. Una capa de neblina cubre el centro de Chajul. Sus calles adoquinadas, pavimentadas y de tierra entretejen casitas y tiendas de adobe sobre una cuesta urbana en un bosque verdinegro. Dentro de poco, los vecinos empezarán su peregrinaje anual a los cementerios para visitar a sus difuntos. El primo hermano de Engracia, Lucas Mendoza, alcalde a finales de los años ochenta y ahora pastor evangélico, señala con un dedo los pilares blancos de la Alcaldía de San Gaspar Chajul, un edificio con bordes de madera café que antes fue la cabecera de un régimen de terror.
—En medio de las columnas colgaban a las personas —apunta en tono sereno, casi administrativo.
En el corazón del municipio, en un pequeño centro comercial cerca de la plaza, el nuevo alcalde de Chajul, Gregorio Benjamín Soto, camina rápido, con el celular al oído, presumiendo una pistola en el cinturón. Es un hombre alto y fornido. Lleva a cuestas a dos hombres cordiales. Cuelga la llamada y se acerca curioso. Ganó en las urnas municipales en 2023 con el partido Valor de Zury Ríos, una presidenciable cercana a los militares cuyo padre, Ríos Montt, asestó el golpe de Estado de marzo de 1982 contra Romeo Lucas.
Lucas Mendoza hace la presentación.
—Son periodistas de El Faro. Vinieron para conocer Chajul, nuestra historia y el contexto de los ochentas…
—Yo lo que creo es que la gente tiene que dejar de victimizarse —le interrumpe Soto, lanzándose a un intenso monólogo. —Nací en el 82 y crecí en esa época. Pero ya pasó. Si la guerrilla mató a tu familiar o si el… ¡Tenemos que seguir adelante! Lo que la gente no necesita es que vengan más organizaciones a Chajul a darle algo a la gente. Necesitamos que alguien nos dé una palabra: ¡tú puedes!
Extiende ambas manos a cada persona presente y sonríe antes de desaparecer entre edificios y neblina.
—Bueno, ya me voy; tengo una reunión —se despide.


Fue justo esta mañana que Engracia Mendoza volvió a compartir su testimonio de la masacre de sus familiares. “El señor (Benedicto Lucas) aún es fuerte; aún nos ofende. Cuando llegamos a la Corte, él dijo, ‘Ahí vienen los guerrilleros, ahí vienen las personas sucias’. Nosotros aún tenemos que aguantar las humillaciones y no decir nada, porque queremos que se haga justicia”, dice. “Estoy consciente de que la cárcel adonde va a ir, si es que la sentencia sale favorable, va a tener televisor. Va a vivir bien; tendrá buena comida. Pero en lo profundo de nuestros corazones, sabemos que sí se hizo justicia”.
No es que Engracia quiera recordarlo; de hecho, cada vez que lo vuelve a contar, se enferma. Sus hijas le han pedido que ya no hable. La compañera que sobrevivió junto con ella aún guarda milimétricamente el secreto, incluso en su círculo más íntimo. “No todos queremos hablar de lo que vimos, pero yo sí lo voy a hacer”, dice. “Mi corazón me indica que lo tengo que hacer y quiero decirlo. No quiero que mi pueblo vuelva a sufrir. Si no lo digo, ¿quién lo va a decir?”