Hubo un grupo de fiscales que se tomó en serio su trabajo. El Grupo Especial Antimafia, una unidad creada durante la administración de Raúl Melara, descubrió un enorme agujero de corrupción en el Gobierno de Bukele mediante los programas de asistencia por pandemia. Al expediente le llamaron caso Catedral y uno de los fiscales la describió como “el caso de corrupción más grande que la Fiscalía ha investigado”.
No pudieron avanzar mucho. La Policía, bajo control de Bukele, intentó impedir el ingreso de los investigadores a oficinas gubernamentales y suspendió la cooperación con la Fiscalía. Los fiscales del GEA no pudieron judicializar sus hallazgos, porque poco después Bukele llevó a su propio fiscal general, la unidad fue desmantelada y los fiscales debieron abandonar el país. Pero sus indagaciones, y las reacciones que provocaron, evidenciaron el funcionamiento de la maquinaria de corrupción de Bukele, probablemente la mayor estructura de saqueo de fondos públicos en la historia moderna de El Salvador.
El mecanismo de la maquinaria de corrupción de Bukele tiene tres engranajes: La estructura criminal, el cierre de información y la toma y control de todas las instituciones encargadas de investigar y combatir la corrupción.
Los fiscales identificaron la red criminal con los hermanos Bukele a la cabeza, seguidos por otros familiares del presidente, algunos de sus colaboradores más cercanos y miembros de ese gabinete de venezolanos sin cargo oficial que ejecuta a sus órdenes. El GEA estableció que esta red desviaba fondos públicos, decidía el otorgamiento de contratos en secreto y a dedo, dirigía compras de alimentos y medicinas para atender la emergencia del COVID y obstruía a las instituciones encargadas de investigar corrupción.
La utilización de la Policía para impedir esas investigaciones fue la primera prueba de la protección presidencial a los funcionarios sospechosos de corrupción. Los siguientes pasos los conocemos todos: El Instituto de Acceso a la Información fue amarrado y casi ninguna solicitud de información fue satisfecha, y posteriormente la Asamblea, en poder de Nuevas Ideas, aprobó una ley para que el Gobierno pueda hacer uso discrecional de 1,500 millones de dólares en megaobras, sin controles, en secreto.
Para evitar rendición de cuentas, el régimen creó las cajas negras (La DOM, los fondos bitcoin-Chivo, Fopromid, Firempresa…) y, a semejanza del decreto de emergencia por pandemia, declaró un régimen de excepción permanente que permite discrecionalidad en el otorgamiento de contratos y en compras públicas.
El tercer engranaje es el de la toma de las instituciones. Bukele se tomó la Fiscalía y la Corte Suprema y el nuevo fiscal, Rodolfo Delgado, engavetó las investigaciones y amenazó a periodistas que publicaran información sensible; el presidente expulsó a la CICIES y la Corte Suprema declaró en reserva las declaraciones patrimoniales de los funcionarios. Toda la información pública fue restringida casi de inmediato. La Asamblea, de mayoría bukelista, aprobó la famosa ley Alabí, que prohíbe investigar y sancionar a funcionarios por compras en pandemia. El Gobierno de Bukele contó, entre marzo y agosto de 2020, con tres mil millones de dólares extras para atención a la pandemia de COVID, pero aún no hay informes de adónde fue a parar todo ese dinero. Esto equivale a que cada salvadoreño deposite quinientos dólares en una canasta y, cuando el último de los seis millones de salvadoreños ponga su parte, Bukele se lleve esa canasta a su casa. Tres mil millones de dólares. Apenas sabemos que, de los $30 millones asignados inicialmente al ministerio de Salud para compra de insumos médicos, la CICIES encontró irregularidades en contratos por $21 millones y pasó sus hallazgos al GEA. Poco después Bukele anunciaba el fin de la CICIES y el fiscal Rodolfo Delgado, impuesto por la bancada de Nuevas Ideas, cerraba el GEA.
Contrario a lo que tanto se esfuerzan en hacernos creer, la fortuna de la que ahora goza la familia Bukele no es heredada, sino creada en los seis años que ha cumplido ya en Casa Presidencial.
No es una cuestión de narrativas. Los Bukele han aumentado sus propiedades más de diez veces en estos años, viajan en aviones privados y multiplican sus negocios al mismo ritmo al que se ha declarado en reserva prácticamente todo el gasto público.
La familia Bukele no es la única beneficiada. Hay suficiente evidencia de que decenas de funcionarios de su Gobierno y de militantes de su partido también han escalado económicamente gracias a la secretividad de las contrataciones públicas, a malversación y robo de recursos públicos, al otorgamiento de cuantiosos préstamos estatales y, sobre todo, al manto protector del dictador.
Cuando Bukele dijo que él mismo se encargaría de meter preso a cualquier funcionario de su Gobierno que se robara “un centavo”, aparentemente esa cantidad no era el piso, sino el techo de su determinación. Por encima de ese centavo, todo se vale.
Se vale contratar empresas fantasma a precios exorbitantes para llenar las canastas de alimentos de la pandemia; se vale contratar a parientes para convertirlos en proveedores; se vale autootorgarse préstamos de la banca estatal; se vale esconder los salarios de los asesores y contratar a prestanombres; se vale vender 42 mil paquetes de alimentos para la pandemia; se vale utilizar otros tantos para la campaña del candidato oficial a alcalde; se vale quitar a las alcaldías los fondos de desarrollo local y administrarlos en secreto desde Casa Presidencial; se vale comprar una finca de café y poner un local con su marca en el aeropuerto de San Salvador sin que nadie sepa las condiciones del contrato; se vale desalojar a propietarios del centro para que los hermanitos pongan nuevos restaurantes. Se vale cancelar unas celebraciones de bicentenario y desaparecer los millones destinados a esos festejos. Se vale meter millones de dólares de fondos públicos en el teléfono privado del presidente para que juegue a comprar bitcoins a su propio nombre, sin que nadie sepa dónde están.
Los gobiernos anteriores, todos caídos en desgracia por corrupción, palidecen ante la corrupción de este Gobierno. No es casualidad: algunos operadores del saqueo tanto de Arena como del FMLN operan hoy en la casa de Nayib Bukele. Han aprendido las lecciones de los gobiernos de Saca y Funes en los que también operaron. Ya no hay en El Salvador manera de combatir la corrupción.
Lo que sí hay son escuelas y hospitales cayéndose a pesar de las promesas del dictador. Lo que sí hay es aumento del desempleo y de la pobreza y casi un millón de salvadoreños al borde de la hambruna. Eso es lo que hay, porque quienes se han instalado en Casa Presidencial se están robando el dinero. Por eso no alcanza.
Siguiendo la sugerencia que uno de los fiscales del desaparecido Grupo Especial Antimafia hizo a una reportera de El Faro, lanzamos la pregunta a Rodolfo Delgado: Díganos, fiscal, ¿cómo va el caso Catedral?