Hace unos días fue su ministro de seguridad quien aseguró que, aunque ya le ganaron la guerra a las pandillas, no hay ningún plan para terminar con el régimen de excepción, hoy utilizado para capturar a críticos y opositores a quienes hoy gobiernan el país.
Este es el terrible hecho político que define el gobierno de Nayib Bukele: la extinción escalada de los derechos de ciudadanos y la concentración del poder en manos del tirano. Llevamos tanto tiempo viviendo así que la “excepción”, es decir nuestra indefensión ante la arbitrariedad del presidente y sus policías y su fiscal y su carcelero y sus jueces, es ya parte de la normalidad en El Salvador. Pero no es normal.
No puede llamarse normal el retorno de un estado policial que persigue la disidencia, esconde información, se beneficia personalmente de los fondos públicos y es gobernado por alguien que se ha colocado por encima de la Constitución.
Esta es su eficiente estrategia: mantener a la mayoría de la población en un estado de pasividad que le permita a él ser el único ejecutor y actor político del país. Lo ha hecho mediante una costosa máquina de propaganda y mentiras capaz de producir una hiperactiva agenda de eventos e imponer su discurso; lo ha hecho mediante hostigamiento, persecución, encarcelamientos a quienes se resisten a aceptar su proyecto; lo ha hecho mediante decretos, leyes, ocultamiento de información pública. Mediante la instrumentalización del Ejército y la Policía a quienes garantiza recursos e impunidad a cambio de lealtad al tirano. La ley ha sido sustituida por la agenda de los Bukele.
La estrategia requiere aniquilar toda resistencia. Primero atacó a la oposición, luego a las instituciones del Estado, al poder legislativo; al poder judicial, la Fiscalía, la Constitución… Todo lo que represente un obstáculo a su ejercicio del poder.
Hemos entrado a una etapa descarada de la dictadura, estrenada con capturas de representantes de comunidades pobres y defensores de derechos humanos; con transportistas encarcelados por no obedecer un tuit; con amenazas a periodistas y con la aprobación de una ley de agentes extranjeros que tiene por objeto imposibilitar la actividad del pensamiento crítico y la generación de información. El régimen ha pasado pues a la asfixia de la disidencia y la represión ejemplar de la protesta y el desacato, últimos bastiones de la resistencia civil.
La deriva ha comenzado a hacer mella en su popularidad. Miles de salvadoreños han comenzado a ver lo peligroso del proyecto bukelista; se dan cuenta de cómo esta “normalidad” que pretende imponerse les quita derechos y se los otorga a una sola persona. Han comenzado a ver que las víctimas ya no son solo políticos opositores ni asesores caídos en desgracia que terminan con el cráneo cosido como costal; no son solo defensores de derechos humanos ni periodistas que han destapado el enriquecimiento de la familia presidencial y sus pactos criminales. Que las víctimas también son salvadoreños inocentes torturados y asesinados en las prisiones salvadoreñas; que las víctimas también son campesinos desplazados que tuvieron el atrevimiento de solicitar la intervención del presidente a las puertas de su residencial; que las víctimas también son ambientalistas del norte del país que se oponen a la minería; o las universidades que advierten de los males de las dictaduras. Que la población entera está a merced de los caprichos y complejos de una familia ambiciosa.
Habrá una parte de la población que seguirá apoyando el proyecto de Bukele. Entre ellos los empresarios corruptos que han puesto sus mezquinos intereses por encima de los del país. Ellos, mejor que nadie, entienden la naturaleza del régimen, pero han optado por la complacencia y el sobalevismo, por sacrificar al país para ganar unos centavos más.
Pero también habrá muchos que genuinamente crean que El Salvador será un país mejor de la mano de quienes hoy gobiernan. Ojalá no requieran de un golpe de la dictadura para abrir los ojos.
A quienes aún dudan, baste recordarles que Bukele ha iniciado ya su séptimo año de gobierno en un país cuya Constitución solo permite cinco y ni un día más. Abran los ojos, que ese derecho aún lo conservamos. Al menos hasta que un policía, o el fiscal, o el carcelero, o los jueces, o el presidente, se levanten de malas y alguno de ustedes se les cruce en el camino.