Malmorir de hospitales en El Salvador

<p>Esta es una historia íntima de un hombre condenado a morir con dolor entre la precariedad del sistema de salud público de El Salvador, donde curarse depende de la capacidad económica del paciente, independientemente de que se trate de un padecimiento común. También habla sobre el Hospital El Salvador, que trabaja en la opacidad, pero que es luz para quien logra colarse en una de sus camas. Esta es la historia de la muerte de mi padre.</p>

Sergio Arauz

"Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave",

El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince

—Me dice la encargada que no saben si su papá puede aguantar una operación en el hueso, que hay que anestesiarlo y que por ser diabético y tener problemas de presión se nos puede quedar (...) Le darán el alta.

—¿Le darán el alta? ¿Y recetaron algún tratamiento?

—Le dieron unas pastillas, pero es de hacer colecta para que lo vea un privado.

—¿Cree que no lo atendieron bien?

—Sabe cómo funcionan los públicos. La persona encargada dice que podemos esperar sin operar, que se recuperará, aunque su papá ya nunca va a poder extender su brazo en forma de bostezo. Dice que su hueso quedará algo pegado.

Este es un resumen de mi conversación con la persona que llevó a mi padre al hospital público. Fue su primera de una decena de visitas a ese mismo lugar.

Esa noche pensé que mi padre solo se había fracturado un hueso, uno que no le quitaría movilidad esencial. Pensé que lo venidero sería doloroso. Calculé muy mal. Venían los peores días de su vida y algunos de los peores de la mía también. Días acompañados de altas dosis de dolor y angustia. Vendría un tipo de muerte que nadie quiere, tras una prolongada agonía. Y todo, pienso con el tiempo, por una maldita gotera.

Padre -como le decía cariñosamente a mi papá- se deslizó en un pequeño charco de agua de su propio cuarto en su casa de Lourdes, Colón, a eso de las 9 de la noche del 21 de agosto de 2023. Había llovido por más de dos horas y se coló el agua por el techo. Se levantó a orinar como casi siempre hacía, pero no advirtió la gotera. Al ponerse de pie, se deslizó en el charco y se resbaló. El piso estaba tan lábil como para impulsarlo a una velocidad que lo arrastró un par de metros por el suelo hasta chocar contra una pared. Se quebró dos huesos importantes, pero de eso solo nos dimos cuenta hasta mucho después. Su esposa, la mujer que más lo amaba, había muerto meses atrás. Esa noche, Padre estaba solo.

Yo me enteré de la caída hasta la madrugada del 22, varias horas más tarde. Padre gritó pidiendo ayuda y no podía llamarme porque no podía moverse hasta la mesa de noche donde estaba su teléfono. Los vecinos escucharon sus gritos y un amigo suyo lo trasladó al Hospital Nacional San Rafael. Lo atendieron rápido, solo una hora después de llegar. Lo examinaron e hicieron radiografías, le dijeron que no recomendaban operarlo, aunque lo que realmente pasaba es que no podían, no querían o realmente no se enteraron de qué debían operarlo. Le dieron de alta, como queriendo deshacerse de un lío.

Pude hablar con Padre el 23 de agosto. Su primer comentario fue urgente.

—Hijo, no aguanto este dolor. Es en la cadera, no en el hombro.

—Vamos a llevarte a otro hospital, Padre.

Yo seguía en Guatemala, pero estaba decidido a regresar a El Salvador. En esa breve llamada percibí que Padre ya había perdido su tono de voz grave y que empezaba a hablarme como si él fuera mi hijo.

Padre también se había fracturado un hueso de la cadera, pero en el Hospital San Rafael leyeron mal la radiografía. Se cayó el 21. El 22 de agosto lo regresaron a su casa con un diagnóstico que no sonaba tan grave: se quebró el húmero (largo del brazo que se une con los hombros) y se puede prescindir de una operación o tratamiento complejo. Visto así, y en contexto, la imposibilidad de bostezar con los brazos estirados como una caricatura era la más dulce de las condenas para Padre.

En Guatemala, Bernardo Arévalo había confirmado su victoria presidencial en segunda vuelta. Yo había salido del país con un grupo de observación electoral y tuve que quedarme más tiempo -una salida preventiva- debido a que el presidente Nayib Bukele me nombró de mala gana en su cuenta de Facebook y X. Mi familia y un análisis de riesgo de un experto me dijeron que era lo mejor. El presidente me había metido en una trama de espías y filtraciones junto a su asesor de Seguridad -Alejandro Muyshondt-, a quien acusó de ser un doble agente, y quien tiempo atrás me había dicho que temía por su vida. No viene al caso, pero esto explica mi ausencia en el país. Muyshondt moriría seis meses después bajo custodia del Estado, con señales de tortura y sin juicio. Yo volvería al país a intentar aliviar a Padre, a pesar de las múltiples recomendaciones de colegas y asesores de riesgo de que no lo hiciera. Padre moriría un año, 7 meses y 15 días después. 591 días de agonía.

La motoambulancia

La noche del 23 de agosto, la persona que cuidaba a Padre me urgió a llevarlo de nuevo al hospital. El dolor en la cadera lo hacía llorar. Sin tener claro a qué doctor acudir, si público o privado, llamé al Sistema de Emergencias Médicas 132.

—Hola, mi papá se quebró un hueso y tiene un dolor muy fuerte en la cadera. Fue al hospital, pero me gustaría volverlo a trasladar: ¿podría mandar una ambulancia?

—No tenemos ambulancia en este momento, tendría que llamar a la Policía.

—¿Pero por qué?

—Ellos tienen patrullas y camillas, podrían atenderlo.

Para ese momento no tenía números de ambulancias privadas y la persona que cuidaba a Padre tampoco. Volví a llamar al Sistema de Emergencias Médicas. Me atendió una mujer con una voz amable, pero tampoco pudo ayudar. Me mencionó que había un Fosalud en la zona.

El sistema de salud de El Salvador -contando el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS)- tiene más de 600 establecimientos y 30 hospitales generales. Hay registro de más de 46,000 camas, 1,700 consultorios y 174 laboratorios. Suena a mucho, pero es poco: tenemos un promedio de un médico por cada 1,000 habitantes. Son datos de 2011 de expertos del Instituto de Estudios Sociales en Población de la Universidad de Costa Rica y de la Organización Mundial de la Salud que son difíciles de contrastar debido a que El Salvador cerró todos los candados de acceso a la información pública desde que inició su camino hacia una dictadura, a tal punto que hasta 2025 se pudo conocer algún dato general del presupuesto del hospital público de mascotas Chivo Pets (inaugurado en 2022). En cuanto al sistema de salud pública para humanos, gran parte de la información sigue reservada hasta 2027 o hasta que el bukelismo desee prorrogar ese secreto.

El sistema nacional de salud salvadoreño es mixto, ya que también existe el Seguro Social (ISSS), para trabajadores. Padre dejó de cotizar tres meses y perdió ese derecho.

Conseguí un número de la clínica de Fosalud. Me contestó un señor con ganas de ayudar, pero sin los recursos para hacerlo.

—Tenemos ambulancia, pero solo de día.

Las emergencias también ocurren de noche, pensé. Pero no se lo dije. Yo le llamé de noche.

—¿Y si le pago gasolina? —dije para convencerlo.

—No es tan fácil, puede traer a su papá acá, pero debe llamar a otro número para el traslado.

Me dieron otro número. Llamé a los socorristas de Cruz Verde. Estaban muy lejos y me dieron otro número, el de unos policías. Pensé: llegarán en un picop grande y podrán acostarlo en el asiento trasero. Pensé muy mal.

Llegaron dos policías voluntariosos, pero en moto y con una tabla que hacía las veces de camilla.

—Sergio, no podemos mover a su papá así —me dijo por teléfono la persona que los recibió.

Los policías no le explicaron a la persona que estaba con Padre sobre cómo se ejecutaría su intención de llevarse a mi padre. Eran 3 personas, una tabla y una moto. Los Policías no recibieron la información completa del caso.

El Sistema de Emergencias Médicas se enlazó con el Sistema de Emergencias policiales 911 unos años antes de 2019, el inicio de la era Bukele. Accedí a los protocolos del Sistema de Emergencias Médicas y el Sistema de Emergencias 911 de la policía para tratar de encontrar algo sobre tratamiento de llamadas y uso de motos con camillas. No encontré nada. Pero entendí que el Sistema de Emergencias Médicas y el 911 están conectados y ese día había empleados atendiendo llamadas en las que la mayoría de veces se pedía ambulancia, pero no había ambulancias disponibles. Parece obvio, pero es grave: no se puede apagar fuegos sin agua, aunque se tenga bomberos.

Ese día yo estaba pendiente de dos teléfonos: de la persona que cuidaba a Padre y de las llamadas al Sistema de Emergencias Médicas 132. La operadora que respondió al teléfono 132 no tenía recursos para atender la situación. Solo quedaba una opción: Lo privado. Por $100 conseguí que una ambulancia llegara en una hora.

Si se busca en la herramienta de inteligencia artificial de Google “sistema de ambulancias en El Salvador”, el motor de búsqueda arroja lo siguiente: “El Salvador es de los pocos países de la región que posee un Sistema de Emergencias Médicas con aerotransportación, transporte marítimo y transporte terrestre, pasó de tener únicamente 9 ambulancias en todo el Sistema de Emergencias Médicas a tener 140”. Esa misma cita la encontré (literal) en una página del Ministerio de Seguridad en la que se menciona que la base operativa del SEM cuenta con 157 médicos, más de 186 teleoperadores y más de 146 asistentes médicos.

Según datos de la PNC, solo conocidos gracias a la filtración de Guacamaya Leaks, hasta 2021 la Policía tenía 29 ambulancias, de las que nueve estaban inactivas y una en regular estado. El Seguro Social no sumaba ni 100 ambulancias y el sistema público, si tomamos en cuenta lo que dice la propaganda, tenía 140, con tres lanchas y un helicóptero. Pero lo dicho, ahora mismo no hay información disponible.

Claro que no publicitan las motoambulancias con tablas de madera, si es que existe un protocolo dentro del sistema para ese tipo de recursos.

Camilla+Paciente+Policía 1+Policía 2+una moto. Me cuesta imaginar el plan que tenían los policías para llevarse a Padre quebrado de su cadera en moto y a través del tráfico de la carretera de los Chorros, cuyas laderas de tierra suelen fracturarse con la misma violencia que la cadera de Padre.

Lo de las ambulancias nuevas es cierto, no sé si son 140, pero sí vi un par de ellas afuera de un hotel que alojaba a una delegación de surfistas de alto rendimiento y también las vi en una caravana de camionetas que sirven para hacer más leve el viaje entre el tráfico a la familia presidencial. También las vi afuera del Hospital El Salvador. Existen, pero no llegan o no supe como hacerlas llegar en las más de diez veces que tuve urgencias médicas con Padre. Pero las vi. Unas son Mercedes Benz blancas, con franjas recientes y lucen bastante nuevitas, de primer mundo. Tienen camillas nuevas y hasta monitores de signos vitales que solo ven en los hospitales, y hay de distintas marcas: Ford, Peugeot y todas parecen nuevas.

Padre era uno de los salvadoreños clasemedieros asalariados y de planilla durante gran parte de su vida, que cotizaron, que se supone que tienen derecho a que el sistema público de salud les ayude, cuando menos, a no malmorir.

En el caso de Padre, el sistema público solo pudo ofrecer una tabla, una moto y dos policías para trasladar a un anciano que se había quebrado la cadera.

La vida plena

—¡¡¡Metamos los libros y uniformes en el tanque de agua!!!! —nos gritó Padre al nomás entrar a la casa. Llegó algo asustado. Era mediodía del viernes 10 de noviembre de 1989. Vivíamos en la colonia San Francisco, considerada de clase media, de esas que tienen tienditas o tortillerías, pero que no llegan a tener calles de tierra.

—¡¿Cuáles libros?! —respondimos al unísono con mi hermano, que estaba tirado en el sofá mientras yo instalaba un Atari en un viejo televisor de perilla. Era temporada de vacaciones y Padre siempre llegaba a almorzar. En ese momento, Padre tenía 38 años y también vivía su mejor época tras la separación con mi madre, él hacía el papel de papá y de mamá. Lo hacía feliz. Padre fue una excepción en la norma salvadoreña: madre se fue por cigarros y nunca volvió. Le tocó a Padre asumir la responsabilidad doble de criar y trabajar, con una valiosa ayuda de mi abuela.

—¡Hay cateos, no pregunten! —respondió mientras se dirigía a buscar unas cajas. En la ofensiva de ese año, los cateos eran de soldados y también de guerrilleros.

El tanque de agua era una sustitución de la cisterna, más asequible, y con capacidad de almacenar 10,000 litros de agua, cantidad suficiente para soportar por tres días la escasez derivada del pésimo servicio de distribución de agua potable. En mi casa de 1989 había un depósito montado en el techo y es ahí donde Padre decidió ocultar objetos censurables para los dos bandos de la guerra, el ejército y la guerrilla. Recuerdo que empaqué el kepis de mi abuelo con asombro, pues hasta ese momento fui consciente de que había sido militar y de que sus uniformes se habían vuelto igual de censurables que los libros de Roque Dalton. Padre no leía mucho, pero tenía también un par de libros del poeta subversivo que fue asesinado por otros subversivos sin poesía. Aunque lo que a Padre más le urgía era esconder los uniformes de guardia de mi abuelo.

Para ese entonces, Padre estaba en el momento más alto de su meteórico ascenso o movilidad social. Tuvo una infancia pobre, en la que le tocó trabajar entre estiércol de cerdos. Padre contaba orgulloso de la vez que pudo comprarse su primer par de zapatos nuevos, y parecía contarlo como una hazaña que lo salvó de una vida miserable. Mi abuela, una mujer infinita en amor y sabiduría popular, era doméstica y hacelotodo en una casa de pueblo. Padre inició su frágil ascenso social, así lo entiendo, al lograr un cargo de funcionario -oficinista- en un gobierno militar allá por inicio de los setentas. Ese escritorio le dio una red de contactos y conocimiento específico en el mundo de las oficinas y los equipos necesarios para la burocracia. De ahí es que, en los ochentas, se convirtió en un eficiente vendedor, aunque el cargo de sus tarjetas decía Ejecutivo de Ventas. Fue un vendedor de fotocopiadoras a gran escala en un momento en que las transnacionales daban buenas prestaciones.

A sus 20 años ya estaba por convertirse en propietario de una pequeña casa en una zona urbana, buena zona de Santa Tecla. Para sus 30, incluso tenía un Audi de segunda mano y una red social de amigos con más recursos. A mi nunca me faltó un par de zapatos.

Un día después de esconder entre un tanque de agua los uniformes militares de mi abuelo, inició la ofensiva “hasta el tope” en El Salvador, la ofensiva militar más importante realizada por la guerrilla en los 11 años de guerra civil. Fue un fracaso en el objetivo principal, llegar al poder, pero lograron presionar para pactar una paz en 1992. Hasta el tope significa, entre otras cosas, que la guerra se metió en la capital y que no había burbuja social en la que esconderse. Yo tenía 11 años y en ese entonces mi relación con Padre era plena. Cuando digo plena quiero decir que, a pesar del trauma, la ausencia de mi madre empezaba a ser una cicatriz curada. Al menos para mí.

Mi hermano y yo estudiábamos en un colegio marista clasemediero, colmado de hijos de oficiales y militares, una especie de estirpe rebalsada en privilegios -o posibilidades de abusar- durante la guerra civil. Padre estaba orgulloso de tener dos hijos varones en ese colegio y quizá hoy lo entiendo mejor. Lo explica Vega, el personaje de El Asco, de Horacio Castellanos Moya, en su descripción de los salvadoreños: “Todos quisieran ser militares, todos serían felices si fueran militares, a todos les encantaría ser militares.” A mí la guerra me despertaba más curiosidad que miedo.

Padre estudió Economía en la Universidad Nacional, pero no terminó sus estudios, se casó muy temprano con mi madre. Dedicó su vida a tratar de darnos lo mejor, pero tuvo una distracción importante en su mejor momento de movilidad social.

Desde los 38 años hasta los 60, Padre se volcó a tratar de salvar a mi hermano. No pudo. A mi hermano lo alcanzó una bala de la violencia de posguerra. Mi hermano era inteligente, podía pelear, disparar y muy probablemente hubiera sido un buen militar. Murió por meterse donde no debía: Se fue a golpes con un hombre mal pagado con turnos de 24 horas y traumas de guerra que, además, tenía una escopeta. Forcejeó con el vigilante de una farmacia.

Esos años fueron la parte más turbia de la vida de Padre. Comenzaron justo después de la Ofensiva. Cuando yo tenía 11, mi hermano tenía 16. Yo pensaba en libros y fútbol y mi hermano en fiestas y carreras de autos. Por ser popular, mi hermano logró colarse en las casas de los hijos de los militares más poderosos. Años después me di cuenta de la relevancia de esos apellidos, hoy universales por sus crímenes de guerra. Más de alguno de esos militares, cuyas casas visitaba mi hermano, aparece en la famosa trama Irán-Contras. Pero, de nuevo, la historia no va de esa historia.

Los hijos de esos militares eran amigos de mi hermano, una red social peligrosa para el hijo de un vendedor de fotocopiadoras. Los hijos de los generales o coroneles podían permitirse una vida de abusos y excesos que mi hermano no iba a sortear bien. Fue entonces cuando se hundió en la parafernalia de las fiestas, las apariencias y las trivialidades de lucirse en autos y noches en las que no cabía. Era el hermano primogénito y niño ejemplar, pero fue seducido por la competencia de popularidad entre los adolescentes salvadoreños. Tomó muchas malas decisiones.

El camino privado y el camino público

25 de agosto de 2023. Cuatro días después de su caída. Pese a las advertencias de mis asesores de seguridad, y pese a que el asesor de seguridad de Bukele ya llevaba 16 días preso por, entre otras cosas, haber hablado conmigo, llegué a El Salvador para ver a Padre. Con más información y con teléfonos de doctores privados especialistas en huesos, inició el tránsito por los hospitales que no hacen esperar las urgencias. Conocí a doctores que hablaban con más franqueza.

—Mire, es de ponerle una prótesis en la cadera, es así como un tornillo —me dijo el doctor Privado que en menos de un minuto, tras ver los rayos X de la cadera de mi padre, confirmó la fractura.

—¿Y por qué no se dieron cuenta en el San Rafael, doctor? —pregunté desconcertado.

—No le podría decir, quizá tomaron mal la prueba —contestó como si fuera algo muy normal. Luego me explicó que, más importante que el hombro, era aliviar el dolor de Padre en la cadera.

En el Hospital Privado también me di cuenta de que tienen un sistema y registro muy exacto, que pueden cobrar hasta el gramo de algodón más sencillo usado por cada paciente. Por día, entre $350 y $500. Hay una cama para visitas, hacen aseos y dan cuidados de rutina cada hora. Me di cuenta de que existen distintos tipos de antibióticos y de que hay uno muy especial y muy difícil de encontrar en el sistema público, y que vale 100 dólares el diminuto frasco de cada dosis, y el tratamiento era de diez días. Funcionó.

En aquel momento creía que el sacrificio serviría para volver a ver a Padre parado. Meses después, me di cuenta, a través de un amigo que sufrió un percance en un viaje, que en Francia él había pagado solo 45 euros por media decena de visitas de una enfermera para atender una quebradura de brazo.

Pero es la historia de Padre. En ese hospital privado y con esos doctores privados, inició el camino de esperanza relativa y también de mi angustia económica.

Padre ocupó su jubilación para remodelar una iglesia evangélica que había fundado justo previo a la muerte de mi hermano, allá por 2006, quedándose sin prestaciones ni propiedades.

Seis meses antes de caerse, había perdido a la mujer que más lo amaba, y a la que él amaba con devoción. Casi todo su mundo había muerto: mi abuela, mi hermano, su esposa. Le quedaba solo su iglesia. Y yo.

El doctor Privado me dio opciones diversas y fue directo sobre un punto: Padre debía ser operado de la cadera y del hombro. Me ofreció un menú de opciones, pero antes de llegar a ellas había que fortalecer su frágil cuerpo: presión alta y diabetes. También había que corregir la negligencia del Hospital San Rafael, y del mismo Estado.

En un mundo ideal y un El Salvador próspero, los doctores del Hospital San Rafael hubieran operado a Padre de la cadera el mismo día en que llegó. Tanto dolor y tantos días sin operar no eran necesarios y solo empeoraron su condición. Perdió sodio y era altamente probable, según una teoría del doctor Privado, que ese dolor prolongado haya derivado en lo que comúnmente se llama derrame cerebral.

Un Hospital público no tiene facultades de autoasignarse recursos ni presupuestos. Solo es incompetente por responsabilidades de arriba.

Al inicio de abril de 2024, en una de las más de diez veces que estuvimos en el Hospital San Rafael, pude entender algo más.

—Traigo a mi papá, venimos de emergencia —le dije a una vigilante de la entrada.

—¿Y trae sillas de ruedas? es que no hay —respondió sin que supiera si Padre podía pararse o no.

Ese día, debía quedarse internado porque Padre tenía un sofoco en el pecho y había vomitado. Llegamos a las 9 pm y salimos a las 5 am, y no lo internaron por la falta de camas. En el pasillo de afuera había gente durmiendo, como si se tratara de un campamento. Pusieron a Padre un suero y a casa.

El San Rafael es uno de 30 hospitales que reciben centenares de urgencias diarias y que se atienden con pura voluntad, pero sin lo más necesario: medicinas y recursos que cuestan dinero. La Encuesta de Pobreza Farmacéutica, realizada por la Universidad Francisco Gavidia (UFG) y la Asociación Farmacia Solidaria, revela que a más del 53% de los usuarios del sistema público (incluyendo el ISSS) se les ha negado medicamentos para su dolencia. Datos de 2024. Y es más grave cuando se conoce que 4 de cada 5 salvadoreños está condenado a acudir al sistema público, según este mismo estudio.

Con el Hospital Privado todo es muy distinto. El doctor Privado, por ejemplo, me dijo que cobraría $10,000 sin contar los gastos del hospital ni de las medicinas. También me dijo que debería prepararme para otro gasto importante, unos $5,000 más para seguimiento con doctores privados que lo mantuvieron a flote y tratarían de aliviar dolencias como la diabetes y la presión alta.

No tenía ese dinero, aunque sí posibilidades de conseguir una parte. Pensé, irónicamente, que ojalá fuera cierto lo que dice la gente del Gobierno y sus seguidores, para pedirle un adelanto a George Soros. Me reí y divagué en posibilidades, pensé en la tonta idea de ir a lavar platos a Estados Unidos.

Los primeros gastos podía pagarlos con tarjeta de crédito, luego formalicé una deuda. Haciendo números, habré desembolsado $30,000 que no tenía y estoy pagando a cuenta gotas. Una persona que gana el salario mínimo tendría que dedicar seis años de su vida pagando sus ingresos completos para saldar en bruto esa deuda, sin el interés sanguinario que puede cobrar un banco.

Padre estuvo en un cuarto digno y fue operado dos veces en un hospital privado. Lo atendieron expertos en cortar y curar huesos. Pero, de haber podido acceder al Hospital El Salvador, quizá todo habría sido distinto. Es un hipotético del que no tiene caso hablar. Por eso me enoja leer la propaganda del buengobierno. “El sistema de salud fue fortalecido y modernizado en los servicios de atención con la entrega de las ambulancias UCI, Su primera entrega fue en el año 2021 con un primer lote de 12 ambulancias, en enero de 2022 se entregaron 22 unidades más, y durante el mes de mayo de 2022, se realizó la tercera entrega de 20 ambulancias con un monto de inversión asciende a más de $2.8 millones.” Cuento esto desde el privilegio. Estoy consciente de ello. Por aquellos días, conocí la historia de Jorge, que cada semana recorre 224 kilómetros para llegar al hospital más cercano a recibir diálisis, un tratamiento que podría recibir cerca de su casa. 224 kilómetros es una condena cruel.

Estoy escribiendo por distintas razones: quiero ordenar lo que ha pasado en mi vida en los últimos años, saber si es cierto que la escritura da calma a los tormentos del alma (cómo cantaba Violeta Parra) y dejar testimonio del tránsito de Padre entre la precariedad pública y la tranquilidad privada que alcanzamos con mi endeudamiento.

El presidente que la gran mayoría quiere recibió la mitad de los Hospitales sin modernizar, con más de 30 años de haber sido construidos. A siete años de su llegada al poder, no hay un solo Hospital Nacional decente, salvo el Hospital El Salvador, al que solo se puede ingresar con referencia de otro Hospital, sin criterios claros.

La sucesión de hechos desafortunados y tormentosos terminó mal. Desde el primer día hasta el día 365 -primer año- el cerebro de Padre empezó a sufrir. Después de su paso por los tratamientos del Hospital Privado y con el doctor Privado, ingresó a una clínica de recuperación (cuidados paliativos).

El hospital secreto

Tras agotar en el sistema privado todo el dinero que no tenía, pude conseguir cupo en el Hospital El Salvador. Tras la caída en agosto de 2023, Padre pasó unos meses de recuperación y relativa normalidad. Pero volvió a sufrir dolor en el pecho y sensación de no poder respirar. Pudo dar pasos con andadera, pero su herramienta de movilidad era una silla de ruedas. Nunca volví a hablar con Padre como antes, ya que había perdido recuerdos y su forma de hablar era muy atropellada. Masticaba palabras y oraciones muy sencillas: perdió su capacidad de articular ideas y su elocuencia.

A finales de marzo de 2024, ocho meses después, volvió al San Rafael. Y fue de ahí que saltó al Hospital El Salvador. Un par de colegas periodistas me habían mencionado que ese Hospital no estaba funcionando y realmente llegué a creerlo. El 15 abril de 2024, me di cuenta de que no era cierto, que el Hospital El Salvador funcionaba, y muy bien, aunque su número de camas, su número de pacientes y sus criterios de selección de pacientes no es claro. Según el vicepresidente del Colegio Médico de El Salvador (Colmedes), Carlos Ramos Hinds, funciona de forma "aislada" con respecto al resto del sistema de salud y confirma lo que me ocurrió: un paciente solo puede entrar por una referencia que debe ser aprobada por “un ente que no se tiene muy claro". Lo dijo a La Prensa Gráfica, citando a un doctor de ese centro hospitalario, pero de forma anónima. Dijo que recibían a aquellos que requieren UCI (unidad de cuidados intensivos) y hospitalización para Medicina Interna y Cirugía, pero de esos también hay en los otros hospitales, así que el criterio siguió siendo vago. A Padre le hicieron muchos exámenes y lo levantaron de una crisis muy posterior a su caída.

Entre esa opacidad, hubo más luz que en lo Privado. Yo sabía que se entraba por referencia de un especialista de un Hospital público. Y así fue con mi padre. Una persona de la iglesia logró que un doctor del Hospital San Rafael le diera referencia y firmara el traslado hacia el Hospital de El Salvador. La referencia fue aprobada el 15 de abril de 2024, ese día Padre entró al Hospital Secreto.

En el Hospital Secreto lo trataron muy bien. Lo vio un neurólogo que hizo distintos exámenes muy onerosos en el sistema privado y que se dio cuenta de que Padre había sufrido delirios producto de una actividad eléctrica anormal en el cerebro (como una epilepsia) que no se manifiesta con convulsiones visibles, sino solo con confusión. En el Hospital El Salvador hicieron un electroencefalograma y un TAC (Tomografía Axial Computarizada), pues tenían muchas más preguntas que respuestas sobre los momentos de demencia (confusión también le decían) de Padre.

Padre pasó seis días en ese hospital, que fue creado por Bukele el 21 de junio de 2020, durante la pandemia, guardando el secreto sobre con qué y cuánto dinero se construyó. Yo me comunicaba con los médicos una vez al día y, cuando Padre empezó a estar mucho mejor, incluso hablé por videollamada con él. El personal y los médicos me explicaron, por ejemplo, que Padre tenía principios de Insuficiencia Renal. Me entregaron un documento contundente y demoledor: me confirmaron que Padre tenía episodios intermitentes de delirio: no diferenciaba la realidad, no sabía donde estaba, el dolor lo había convertido en una persona con el habla de un niño de 7 años.

Ocho meses después de que aquella gotera condenara a Padre, ocho meses después de que una moto con dos policías y una tabla se presentaran en su casa y de que Padre me dijera por teléfono, como si fuera mi hijo, que sentía mucho dolor, los médicos del Hospital El Salvador determinaron que Padre tenía Hiponatremia, un desequilibrio de electrolitos (sodio y potasio) que altera severamente la función del cerebro y los nervios; cardiomiopatía, una enfermedad del músculo del corazón, que dificulta que bombee sangre eficientemente; encefalomalacia, un ablandamiento o pérdida de tejido cerebral, debido a un falta de riego sanguíneo. Padre sufrió un infarto cerebral antiguo que no fue identificado en los hospitales públicos.

Gracias a la contundencia (y los recursos tan desconocidos, pero excelentes de Hospital El Salvador) me di cuenta de que Padre estaba en agonía. Sufrió distintos derrames y al menos cinco infartos diagnosticados, y todo íntimamente relacionado con su caída y quebradura. Producto de esa caída, los doctores sospechaban que el intenso dolor y la condición frágil (diabetes y presión alta) provocaron que el sistema circulatorio de Padre fuera más vulnerable. Sospecharon que el primer paro cardíaco y derrame, solo confirmado en Hospital El Salvador, pudo ser producto del dolor de cadera. Un dolor vital que nadie, en ocho meses, pudo advertir en las más de diez visitas de Padre a hospitales públicos.

Malmorir

Después de revisar lo ocurrido, supe que la filtración de agua que se acumuló en la habitación de la desgracia también está íntimamente relacionada con la muerte de su esposa, la niña Lilian, como yo le decía. Padre perdió las ganas de vivir tras la muerte de la niña Lilian, una mujer esencialmente buena. Desde el día en que ella murió, lo que vino fue dolor de alma y, luego, dolor de huesos y de hospitales. Ese dolor lo hizo envejecer rápidamente, como un vino que se abre.

Siempre tuve un miedo desmedido a la muerte de mi padre. No es algo extraordinario y mucho menos cuando se tiene seis años. Lo vi morir en una pesadilla y lloré como llora un niño de seis años, sin mesura. La pesadilla ocurrió hace 40 años, la misma noche en que vi a mi madre irse de casa. Fue el día en que mi padre fue condenado a muchos años de tristeza y a la crianza de dos varones adictos al cariño materno. Ese marzo de 1985, el cadáver de mi padre en mi pesadilla me afectó más que el repentino abandono de mi madre.

Digo Madre y Padre porque así les dije desde que tengo memoria. Nunca les dije papi y mami. De cariño, un tanto blasfemo de mi parte, a Padre también le decía Santo. Mi padre era evangélico y yo soy ateo, pero aceptaba mi broma socarrona. Santo, ¿dónde querés comer?; Santo, ¿qué te pasa?... Santo… Padre.

Me acostumbraron desde niño a pensar en la muerte como una condena y hoy la pienso como un premio. Sí, la muerte de un ser querido puede también ser un premio. Y debería ser benigna. La de Padre no lo fue.

Malmurió: Recorrió dos hospitales públicos de El Salvador; dos hospitales privados, dos centros Fosalud… aquella falta de ambulancia y luego los dos policías en una moto y con una tabla. Estuve en diez momentos distintos en hospitales distintos. Durante tres días, Padre agonizó a la par de un pandillero anónimo en el Hospital San Rafael, lleno de tatuajes, el hombre que siempre estuvo inconsciente y conectado a una máquina, era custodiado por dos distraídos agentes del sistema penitenciario de El Salvador. Al ver esa imagen, pensé que Padre al menos tenía gente que lo quería y cuidaba. Que me tenía a mí.

Fueron tiempos en los que invertí la mitad de mis horas en solucionar algo que en un país civilizado no sería tan dramático. Una muerte digna no debería quebrar económicamente a una familia ni llevarla al punto de sacrificar la posibilidad de levantar las manos de un hombre bueno. ¿Cómo es posible que haya que pagar dosis de 100 dólares diarios por un antibiótico que debería aportar el Estado?. En El Salvador, lo público no es mejor que lo privado. Aquella promesa que a Bukele le gusta repetir, es solo eso, una promesa. En los hospitales de El Salvador el problema es que, en general, lo público es malo; y lo privado, impagable.

Padre murió a las 9.36 de la mañana del 4 de abril y para llegar ahí sufrió cuatro infartos en menos de diez días. Le dieron de alta dos veces en el precario Hospital San Rafael. Padre murió de hospitales, no en hospitales. Le dieron de alta a sabiendas de que moriría. 589 días atrás, también le habían dado de alta sin darse cuenta de que la dolencia más importante estaba en su cadera y no en su hombro. Si lo hubieran operado en el día 1, en las mismas condiciones que lo operaron en el hospital privado, quizá le hubieran evitado a Padre 591 días de dolor. Y la muerte.

La primera vez que lo hice -pensar en la muerte de Padre como un descanso- me sentí un mal hijo. Me despedí del cadáver de mi padre con un llanto espontáneo y dramático a las 7 de la noche del 4 de abril. Lloré, pero también pensé: estar muerto no es dolor, es descanso. En El Salvador, el camino al descanso eterno puede incluir dosis importantes de tortura y sufrimiento que solo se pueden atenuar con dinero. Mucho dinero.

No me gusta recordar los últimos cinco días de vida de Padre. Se había encogido y no parecía contento. Pero también tuve el privilegio de despedirme.

—Hijo, te quiero— me dijo como un niño a las 5:45 de la tarde, un día antes de morir. Padre me decía te quiero bien pocas veces. Me lo decía cuando metía un gol a mis 7 años, y lo repitió cuando se fue mi madre. Era de pocas palabras, y le quedaban muy pocas palabras cuando dijo aquello.