Tal vez sea una confusión
<p>Creo que no hay nadie que no se haya exiliado desde antes de exiliarse, como no hay nadie que no se haya divorciado desde antes de divorciarse, y que el día oficial del exilio, igual que el día oficial del divorcio, funciona más bien como una fecha en un papel o como la emisión de un documento.</p>
Carlos Manuel Álvarez
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El operador de la aerolínea me dijo que habían recibido una alerta desde La Habana y que yo no podía abordar el vuelo. Estábamos en el aeropuerto de Miami, en los mostradores de American Airlines, y no había mucha gente alrededor. Recuerdo que el chico era delgado, alto y atento, y que yo grababa la conversación con mi celular, aunque nunca más he vuelto a escucharla. No tiene sentido. Le pregunté si sabía la razón y me dijo que no. “A veces pasa”, añadió, “puede ser algún error en tu pasaporte, algún fallo administrativo. Te sugiero que averigües y que programes otro vuelo cuando ya sepas”. El chico no tenía la menor idea. La prohibición política adquiría un rostro técnico, la explicación de un fallo involuntario o corregible, y uno casi deseaba creer en los gestos cordiales del burócrata y en la retórica de su manual de estilo.
“Tal vez sí sea una confusión”, pensé, presa de ese tipo de consuelo que la gente suele practicar cuando un hecho definitivo, que ya ha ocurrido antes de ocurrir, finalmente se consuma. “¿Me está pasando a mí?”, te dices, pero no desde la sorpresa, sino como una confirmación, y aun así las cosas se vuelven muy raras, adquieren otra consistencia. El mundo cae por un rato con un peso más rotundo y empiezas a deslizarte hacia un lugar menos cierto, como si te despegaras un tramo del suelo, no mucho, y al mismo tiempo asumieras la densidad de un mineral antiguo, algo que de repente se ha empezado a fosilizar.
Esto sucedió el 20 de noviembre de 2022 a la una y media de la tarde, aunque yo lo considero apenas un trámite. Creo que no hay nadie que no se haya exiliado desde antes de exiliarse, como no hay nadie que no se haya divorciado desde antes de divorciarse, y que el día oficial del exilio, igual que el día oficial del divorcio, funciona más bien como una fecha en un papel o como la emisión de un documento. “Ningún exilio es voluntario”, dice Juan José Saer. “Cuando se pasa de un lugar a otro, creyendo tomar libremente una decisión, las razones del cambio han sido tramadas por el mundo antes de que el sujeto las actualice”. El país ya te expulsó antes de que te marches de él o antes de que te impidan el regreso.
Has tomado un camino que impide la conciliación con el poder que te amenaza, te persigue o te asfixia, y ese movimiento de desmarque inicial, el proceso mediante el cual uno empieza a adquirir un rostro específico y el gobierno político, la fuerza militar, la institución estatal o la ley económica logran identificarte como un objetivo definido dentro del conjunto social, es el verdadero principio del exilio. Uno ha roto del todo con el pacto de obediencia civil y esa ruptura te aparta del resto, te saca del orden que implica cualquier patria, sea más o menos opresiva. El exilio te entrega tiempo para acostumbrarte a él, te avisa que va a suceder, hay pronósticos y rituales de antelación, pero no revela, o nunca da a entender del todo, a qué te tendrías que acostumbrar, es decir, uno busca y no comprende sus reglas, puesto que el exilio, lo que yo entiendo por tal, es la suspensión de toda regla, y ese estado, vamos a llamarlo de lucidez, pero también de insoportable libertad, tiende a acabarse relativamente pronto.
Mi exilio quizá empezó con el exilio de dos amigas que habían participado, igual que yo, en una protesta política de cierta importancia en mi país, y que unos meses antes, cada una por su cuenta y también desde Miami, habían recibido la prohibición de volver a Cuba. Yo las acompañé más de una vez, en casi cada uno de sus intentos de regreso, y había visto a través de ellas la escena de mi destino, por lo que no quise que mucha gente fuera conmigo al aeropuerto aquel 20 de noviembre. Despaché el episodio sin demasiado ruido, pues ya lo había vivido y solo me faltaba acuñarlo.
Igualmente puede que mi exilio comenzara la noche del 9 de enero de 2021, el dia que salí de Cuba por última vez, sospechando o entendiendo que había una posibilidad real de que no me dejaran tomar de nuevo un avión de vuelta, algo que hasta ese momento yo había hecho cada varios meses y que, también como un recurso de ahogado, pensaba que podría seguir haciendo. Un alto oficial del Ministerio del Interior me custodió hasta la puerta de embarque, la última persona que vi en Cuba, la última persona con la que conversé, el paisaje final de mi país.
O puede, ya que estamos, que mi exilio no comenzara conmigo yéndome a ninguna parte, ni conmigo varado en ningún lugar, sino más bien conmigo regresando a Cuba el 24 de noviembre de 2020 para unirme a aquella protesta política que, una vez concluida, desperdigaría por ahí a todos los que participamos en ella, los más afortunados al exilio, los negros pobres a la cárcel, porque si bien, técnicamente, yo volvía a La Habana, también era cierto que volvía a una Habana desfigurada por la propia naturaleza de mi retorno, una Habana de excepción, vertiginosa, que solo habitábamos quienes salíamos en esos días en el noticiero de la televisión con el ropaje de mercenarios, vivíamos permanentemente vigilados y terminábamos frecuentemente interrogados y detenidos. La otra Habana y el otro país, la nación de los demás, que también fuera nuestra la mayor parte de nuestras vidas, había escapado de nosotros. Rotas las costumbres de siempre, yo volvía a un país que se llamaba Cuba, pero que no era Cuba en lo absoluto, y que, dada su configuración particular, su estructura de puente hacia un escenario inédito, funcionaba con la misma lógica del exilio, solo que en aquel momento no lo llamábamos así.
¿Cuál era esa configuración particular que habríamos de encontrar después? Lo dice Céline en Viaje al fin de la noche: “Eso es el exilio, el extranjero, esa inexorable observación de la existencia, tal como es de verdad, durante esas largas horas lúcidas, excepcionales, en la trama del tiempo humano, en que las costumbres del país te abandonan, sin que las otras, las nuevas, te hayan embrutecido lo suficiente”. Aquí viene una vuelta de tuerca. El exilio no es solo la imposibilidad de volver a un lugar, sino la obligación de permanecer en otro.En el ensayo “La condición a la que llamamos exilio”, incluido en el volumen Del dolor y la razón, Josep Brodsky dice sobre los escritores exiliados que “nuestro papel tiene que ver, por supuesto, con la necesidad de denuncia de la opresión, y, por supuesto, nuestra condición debería servir de aviso a todo intelectual que juegue con teorías sobre una sociedad ideal. Tal es nuestra importancia para el mundo libre; tal es nuestra función”. Brodsky pasó tres inviernos en una granja colectiva en Siberia. Lo habían procesado por vago y judío y en el juicio, cuando el fiscal le preguntó con qué permiso se llamaba a sí mismo poeta, Brodsky le preguntó, a su vez, con qué permiso se llamaba a sí mismo hombre. Logró salir de la Unión Soviética en 1972 y se instaló como profesor universitario en Michigan y luego en Massachusetts.
Brodsky viene de un mundo con fronteras ideológicas claramente definidas, pero esa realidad ya no existe. Hoy abundan pujantes modelos sociales de capitalismo antiliberal, estalinismo neoliberal y mando único del libre mercado. La corporación ha adquirido un sentido totalitario. El escritor exiliado tiene la responsabilidad de leer las señales tiránicas en cualquier tierra que habite, pero no puede permitir que lo ubiquen en una garita, vigilando una línea de humo, y que lo utilicen para mantener vivo, a través de su experiencia de víctima, la idea de un enemigo externo, el fantasma del invasor o la mala estrella del comunismo. Si el escritor no enfrenta este dilema, va a permitir que sus anfitriones en el exilio conviertan en una experiencia conservadora aquel ejercicio de disidencia que practicó dentro de su sociedad cerrada. El escritor va a obturar el cambio social en su nuevo contexto y a convertirse en una reliquia de exposición o en un mono de feria.
Por un lado, he intentado no representar el rol de corresponsal para el presente del mundo extinto de la Guerra Fría, alguien que despacha noticias del pasado y alerta sobre la inminencia de un peligro ya muerto, y por otro, creo que los proyectos totalitarios saturan el mundo globalizado, si bien no siempre como modelos de dominación de un estado nacional. Más allá de cualquier lamento, mi mayor aprendizaje es que el exilio es un sitio de cosas desmaterializadas, donde tienes que sostener tu memoria como quien carga un bolso. Aquello que a veces ocurre cuando uno no sabe de qué lado de la cama se despierta, en el exilio sucede con más frecuencia, y a cualquier hora del día, no digamos ya de la noche. Aparentemente la memoria funciona como un árbol, no como un pájaro, y no puede arrancarse así, sin más. No sé si lo hubiese sabido si no me hubiera exiliado. Es probable que no, que sea una de las cosas que aprendí única y exclusivamente gracias al exilio, y no como simple resultado de haber vivido, de haber dejado que el tiempo pasase por encima de mí, aquí o allá, en cualquier parte.Pero mi idea, si soy completamente honesto, es que el exilio en realidad dura muy poco tiempo. Comienza desde antes de que nos marchemos del país de origen y, una vez huimos o nos vamos, tampoco se extiende demasiado. Lo que mayormente llamamos exilio, he empezado a entenderlo, a falta de mejor nombre, sencillamente como posexilio, porque el exilio en realidad produce una especie de exaltación límite que ninguna persona que pretenda sobrevivir puede sostener. “Tenía una vez más que aprender a reconocer nuevos rostros en un medio nuevo, otras formas de hablar y mentir. La pereza es casi tan fuerte como la vida. La trivialidad de la nueva farsa que has de interpretar te agobia y, en resumidas cuentas, necesitas aún más cobardía que valor para volver a empezar”, dice Céline.
Hay una ventana estrecha para decidir, o al menos poner en discusión, qué tipo de exiliado vas a ser, y la ventana se cierra cuando la sociedad nueva te codifica. Esa asimilación de las otras leyes es la conclusión del exilio. Uno empieza entonces a actuar como exiliado. La actuación es inevitable, no depende del exiliado. Lo que sí depende del exiliado es qué tipo de papel va a representar.
*Periodista y escritor cubano exiliado, fundador de El Estornudo.