Un espectáculo terrible

Óscar Martínez

Lejos de la simplona frase de Gabriel García Márquez que se repite hasta el cansancio en redacciones y encuentros periodísticos, la mítica reportera Alma Guillermoprieto dio una mucho más profunda acerca del oficio. Gabo dijo que es “el mejor oficio del mundo”. La periodista que, siendo una reportera joven, descubrió la masacre del Mozote en El Salvador y la hizo pública en The Washington Post en 1982, dijo que este es un oficio que te permite “el privilegio enorme de ver el mundo en primera fila”.

Guillermoprieto, que ha visto el horror, siempre ha enarbolado el periodismo también como una aventura de los reporteros que, cubran lo que cubran, pueden pararse ahí, frente a hechos que marcan el curso de nuestras sociedades, y dedicarse a entenderlos para poder contarlos a otros que no entienden. “La aventura maravillosa”, llegó a decir la periodista alguna vez.

Cerrando esta séptima edición de la Revista de El Faro, me dio por pensar en ese privilegio, el de arrancarle a El Salvador retazos de una realidad que con esmero diferentes políticos intentan ocultar. Aún hoy, cuando la dictadura corre una cortina de hierro sobre el país que no quieren que veamos, el periodismo sigue en su aventura maravillosa de arrebatarle escenas y hechos y exponerlos a la luz. El periodismo sigue en primera fila atestiguando el espectáculo de nuestras sociedades. Eso sí, al tenor de esta edición, hay que decirlo: el espectáculo es terrible.

En portada les ofrecemos una exclusiva: el periodista Bryan Avelar, colaborador de El Faro y uno de los reporteros latinoamericanos más premiados internacionalmente en el último año y medio, descubrió algo que pretendía enterrarse entre folios y reservas judiciales. Descubrió el expediente con el testimonio de un policía que aseguró haber sido parte de un grupo de exterminio junto a otros agentes. Confesó haber participado, entre 2015 y 2020, en 97 asesinatos y dijo que 36 de ellos fueron pagados por uno de los 44 alcaldes que aún gobiernan el territorio nacional. Con su testimonio, tres policías fueron condenados, pero el alcalde, que se precia de ser amigo de Bukele, no ha sido ni siquiera llamado por ninguna autoridad, según él mismo confirmó. Mataban a supuestos pandilleros hincados y esposados, modificaban escenas para hacerlas parecer enfrentamientos, mataron a un sacerdote y estuvieron a punto de asesinar a un fiscal. Un espectáculo brutal y decadente en un país donde la justicia ya no es un poder independiente sino una herramienta de la dictadura.

En El Archivo de El Faro les dejamos “La Policía masacró en la finca San Blas”, el reportaje de 2015 que, tras el fin de La Tregua con las pandillas, demostró por primera vez que la Policía salvadoreña perpetró una masacre y trató de presentarla como un enfrentamiento. El primer párrafo, de solo cinco palabras, fue uno de los más discutidos editorialmente en el periódico.

Como segundo tema tenemos otra exclusiva: el periodista Jimmy Alvarado, que descubrió varios casos de corrupción gubernamental durante la pandemia en El Salvador, logró atar un cabo que le había quedado suelto. En plena pandemia, como si fuera una actriz que irrumpe sin sentido en una escena, apareció una bailarina checa que funcionó como intermediaria para que dos compañías recibieran millonarios contratos por mascarillas. Ambas empresas incumplieron los contratos. El régimen de Bukele puso secreto sobre todos ellos y creó una ley de amnistía para quienes hubieran cometido corrupción en esa emergencia. Pero el periodista de El Faro nunca dejó de escarbar, de observar de cerca, hasta que lo encontró: un baile de bachata en un concurso en Viena, Austria, donde la misteriosa checa demostraba sus destrezas con su pareja de baile: el hijo de la comisionada presidencial del Gabinete de El Salvador, Carolina Recinos, la funcionaria que estuvo a cargo de asignar contratos durante toda la pandemia.

El ganador del World Press Photo, Carlos Barrera, nos entrega una fotogalería que en muchas de sus imágenes transmite tristeza y frustración. Barrera se apostó en uno de los centros de acogida de los deportados guatemaltecos, que en esta era de Trump están siendo capturados, en algunas ocasiones, en sus centros de trabajo, pasando semanas detenidos, hasta ser enviados a su país. Algunos aún llevan las manchas de pintura de la última obra en la que trabajaron; otros no tienen a nadie que los recoja en ese país que apenas recuerdan; otros gritan, otros lloran. Así se ven años y años de esfuerzo en el Norte cuando el Norte te expulsa y abrís los ojos de nuevo en el lugar del que tuviste que irte.

El espectáculo es terrible incluso cuando es arte, quizá ahora sí en el buen sentido. El periodista Ramiro Guevara entrevistó a una de las más prominentes artistas latinoamericanas, la guatemalteca Regina José Galindo, que con algunos de sus performances sacude la médula de su espectador con escenas tan brutales como representativas de la realidad: una mujer que camina afuera de la Corte dejando huellas de sangre; una mujer que aparece en un basurero dentro de una bolsa; una mujer que lee los relatos de horror de indígenas que sobrevivieron al genocidio hasta que la boca se le entumece. La lucidez de Galindo es digna de leer con detalle y atención en un país donde la memoria histórica quiere ser reducida por muchos a ejercicio demagógico, a cantaleta inútil.

Carlos Dada, en su Malas Compañías, entrevista a Jose Carlos Zamora, director para las Américas del Comité de Protección de Periodistas e hijo de José Rubén Zamora, el más emblemático periodista de Guatemala, que sigue preso a pesar de que ha demostrado toda la voluntad de enfrentar sus acusaciones en libertad y sin intención alguna de fugarse. El encarcelamiento del padre de Jose ha sido reconocido en el mundo como una vendetta de los círculos corruptos militares y empresariales a los que el periodista denunció en múltiples ocasiones. La frase que da titular a la conversación rezuma impotencia: “Arévalo sabe que mi papá es un preso político, pero no puede liberarlo”.

En su columna Cuervo Ingenuo, Carlos Martínez nos entrega “Al final de las maras”, y se adentra a describir aquella barbarie de la que fue espectador en primera fila durante más de una década. En la columna dice “cadáver”, dice “niña”, dice “niñas”, dice “paletitas”, dice “enterraron”, dice “huesos”. Y luego, tras sacudirnos con escenas imborrables perpetradas por esos mareros, dice: “al final de las maras había una dictadura”.

Lo dicho, un espectáculo terrible que nos sentimos responsables de seguir mirando en primera fila, hasta que termine o hasta que ya no podamos sostener la mirada.