Nosara, Guanacaste. El sol se escondía en forma de una enorme chapa dorada sobre el océano Pacífico mientras atrás, en los cerros de la Península de Nicoya, un festival de nubes eléctricas iluminaba con relámpagos la playa Guiones durante el momento más fotografiado del día. Los truenos al atardecer se mezclaban con el aullido de los congos en la franja de bosque protegido, junto a la arena blanca, en la parte más turística de un pueblo llamado Nosara, el distrito costero de Costa Rica donde más se paga por un metro cuadrado de tierra.
“¡Es salvaje, impresionante!”, exclamaba Nicole, una maestra canadiense que llegó en la víspera como turista y ya pensaba en la posibilidad de mudarse por temporadas con su familia, atraída por la magia natural y las facilidades para manejarse sin tener que hablar español, aunque reconoce que los precios son muy altos. La luz naranja y tibia le iluminaba la cara a pesar de una tenue llovizna. Alrededor, familias sonrientes celebraban los logros de sus niños aprendices del “surf”, con gritos silenciados por el sonido relajante de las olas medianas. El espectáculo alcanzaba también para el goce de un grupo de jóvenes locales que perfumaba el momento con una pequeña ráfaga de marihuana. A su lado, cinco obreros nicaragüenses remataban con cerveza, celaje y bromas su día de descanso de las construcciones imparables donde ganan $4 por hora sin seguro de nada. Todos caben en este instante de playa en marea baja, en la arena pública, pero tierra adentro el paraíso tiene problemas.
Al día siguiente un arcoíris se sumaría al show del atardecer y una avioneta con nuevos visitantes cruzaría sobre la playa justo antes de llegar la noche. También una mujer muy rubia vestida con un pantalón de yoga bailaría frente al sol menguante adorándolo como quizás lo hacían los indígenas precolombinos cuya princesa Nosara daría nombre a este pueblo, el mismo que en 1969 salió promocionado en The New York Times como un destino para estadounidenses con dinero y ganas de aventura, para ‘expats’.
Entonces era Nosara un sitio alejado del mundo, ocupado por fincas ganaderas y zonas de bosque que aún hoy se observan en el terreno ondulado, junto a la línea de costa que le da identidad rural y playera. El distrito creado en 1988 mide 132 kilómetros cuadrados, un 0,25% del territorio del país, y pertenece al cantón que le da nombre a la Península de Nicoya, pero prevalece la sensación de aislamiento. Para ir a San José algunos prefieren pagar unos $80 por un viaje en avioneta antes que meterse seis horas en un autobús. Se gasta casi una hora y media para llegar desde Nicoya por una carretera medio pavimentada que llega al pueblo y lo cruza por ramificaciones de caminos de tierra. Van y vienen camionetas todoterreno, cuadraciclos, carros playeros, tuc-tuc, motocicletas y valientes en bicicleta, en medio de avisos de venta de propiedades turísticas y negocios relacionados.
“No hay playas más hermosas que la costa del Pacífico de Costa Rica”, decía el anuncio que promocionaba el “proyecto americano”, la ambiciosa apuesta inmobiliaria de 1.100 hectáreas de un aventurero llamado Allan Hutchinson, abogado de Washington. Este compró las tierras a precio de feria a un grupo de locales, incluido el terrateniente guanacasteco Filemón Baltodano que, según una leyenda, se había enriquecido gracias a un pacto con el demonio y había condenado a sus descendientes a la pobreza. El megaproyecto del estadounidense no se pudo materializar como lo planeó Hutchinson, pero la ruta ya estaba marcada.
“Aquí tienes tu propia casa en las playas de Nosara”, decía aquella publicidad como pudo haber dicho también cualquier anuncio 40 años después, pasada una pandemia, en el momento en que este pueblo acabó explotando en dólares y turistas, consolidándose como “zona cero” de la tendencia que ahora inunda las zonas costeras de la provincia de Guanacaste. Lo explica Emanuel Gutiérrez, un joven investigador y activista que a finales de 2024 lideró el despliegue de un censo en Nosara con acompañamiento de la entidad estatal especializada en estadísticas nacionales. El resultado es una fotografía pesimista de una burbuja de exclusividad y exclusión que pone en aprietos a pobladores locales.
Nosara es el distrito de Costa Rica donde el precio de algunas tierras ha aumentado más de 1000% desde la crisis financiera de 2008. En 2023 el costo de vida nosareño era 50% superior al de la capital San José, la cuarta ciudad más cara de América Latina, con precios que duplican a Managua en un litro de leche o una cerveza de marca nacional. Un tomate se vende a $3 en un “minisuper & liquor store” en la zona exclusiva de playa Guiones, lo mismo que cuesta un kilo en los mercados de la ciudad. A unos 70 kilómetros se ubica otro pueblo turístico llamado Tamarindo, que en 2024 fue el destino más caro del mundo para los viajeros ingleses, según el reporte de un departamento de la Oficina de Correos de Reino Unido.
La economía, el paisaje natural y la convivencia comunitaria regional experimentan una transformación acelerada por las inversiones extranjeras y la masiva llegada de turistas, nuevos habitantes o simples negociantes a territorios donde se impone la ley del mercado. El Estado poco puede o quiere hacer para regular este crecimiento, para reducir el severo impacto ambiental, contener la desigualdad, frenar el costo de la vida o atenuar la presión sobre recursos básicos como el agua. “Es un proceso que no se puede detener. No es bueno ni malo, sólo necesita un equilibrio. No podemos detener el desarrollo por conservar la autonomía de los lugares”, decía el 25 de julio en la radio la ministra de Vivienda, Ángela Mata. Ahora la región experimenta algo parecido a una nueva colonización, pero con la calentura de los dólares y con el consuelo de los empleos para los locales, para trabajadores que vienen de otras partes del país e inmigrantes nicaragüenses.
“No se puede detener este crecimiento. Si los aviones vuelan, la gente viene”, reflexiona en su oficina Rich Burnam, estadounidense propietario de la empresa de bienes raíces Surfing Nosara, cuyos rótulos abundan en el pueblo. No sabe cuántas ventas ha hecho porque en ocasiones logra vender varias veces una misma propiedad: la vende a alguien y con el tiempo le ofrece volverla a vender a mayor precio. En este lugar es posible exprimir la tierra. También se queja de los precios elevados para vivir en el pueblo por la presión del turismo, pero sigue promocionando el estilo de vida que mezcla playa, surf, yoga, bosques protegidos y exclusividad. Hay comida india o italiana, helados japoneses y centros de “wellness”, productos orgánicos, terapias con caballos, clases de pintura espiritual al atardecer o restaurantes adornados con estatuas hawaianas en esta región considerada cuna del folclor de Costa Rica.
Desde el sofá donde el agente inmobiliario estadounidense habla de conservar la cultura local se ven tiendas blancas con nombres en inglés a los lados de un trozo de calle recién adoquinada. En las paredes de vidrio cuelga un anuncio de una casa con cuatro baños a $3 millones para la compra; y otro para alquilar, con ocho baños, a $11.000 por semana. Muchas otras casas se rentan en plataformas digitales que hasta hace poco funcionaban libres del pago de impuestos. También hay oferta de un lote de 1.100 metros cuadrados a $1.850.000 en playa Guiones. “Un metro que costaba $200 cuando llegué ahora supera los $2.000. Es un aumento altísimo, pero la gente va a lugares atractivos y no vamos a detenerlo”, añade Burnam, que aboga por la integración de la comunidad, aunque 16 años después de su llegada no logra conversar en español. También surfea en pueblos cercanos donde la ola de extranjeros va llegando cada vez más.
Burnam es uno de los 270 miembros actuales de una organización privada local llamada Nosara Civic Association (NCA), formada en 1975 por los extranjeros aquí instalados. Le llaman ‘en ci ei’ y los nosareños críticos le dicen “los gringos” o “los ricos”. Es una suerte de gobierno local paralelo que tendió el primer acueducto, trajo la electricidad, gestionó la construcción de caminos y se encarga de preservar zonas boscosas que son parte del imán turístico. Incluso tuvo un cuerpo policial privado hasta que un miembro hizo ver que eso era un exceso. Ahora también tiene bomberos privados y mantiene el lobby de siempre ante las autoridades estatales, las de San José cuando corresponde o la Municipalidad de Nicoya. La NCA incluso asesora a la alcaldía en un nuevo reglamento de construcción que genera escepticismo en dirigentes locales. “Aprovechan el abandono del Estado para hacer lo que quieren con el pretexto del desarrollo”, dice Marco Ávila, presidente de una asociación comunal, exconcejal en el ayuntamiento nicoyano y propietario de un vivero que también se beneficia de la industria turística.
“Hemos tenido de alguna manera que sustituir al Gobierno y eso es terrible, pero es supervivencia, es necesario”, defiende Marco Villegas, director ejecutivo de la NCA, Es un joven de la región central del país que de niño conoció Nosara en paseos familiares y ahora trabaja, dice, con el afán de ser un puente entre las ambiciones o los escepticismos de unos y otros, explica sentado en un restaurante frente al pequeño aeropuerto. No se relaciona con su tocayo Ávila ni con Emanuel Gutiérrez, pero coincide en señalar a Tulum, el antiguo paraíso del turismo alternativo en el Caribe de México, como la historia que Nosara no debe repetir, aunque “algunos reflejos son inquietantemente parecidos”, escribió en junio. El vocero de la organización que representa a los extranjeros adinerados también apunta contra el turismo desbocado, el lujo sin control y la “romantización” de la naturaleza, contra el lavado de dinero del narcotráfico, los precios insufribles y el despojo comunitario.
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“Fue una tontez de mi abuelo canjear esa tierra, pero creo que lo obligaron”, dice Shirley Barboza, de 43 años, nieta de Enrique Ruiz, un nosareño de marcados rasgos indígenas que murió en julio tras varios años viviendo en pobreza, dependiendo de una pensión que alcanzaba sólo para la mitad del mes, después de haber derrochado millones y haber repartido bienes entre sus descendientes. Barboza vive en su lote heredado en las afueras del núcleo turístico. Es una casa pequeña, de tablas, oscura y sin agua potable. Vende artesanías para turistas y su esposo se gana la vida transportando gente en uno de los tuc-tuc que forman parte del paisaje local. También viven del turismo, pero confiesa la sensación de que sólo reciben las migajas de la industria. “Es bueno porque hay crecimiento de la economía, pero esta es la ley de la selva. Vea las calles de tierra y piedra. Tuve que gastar más de un millón de pesos ($2.000) en abrir un pozo porque no tenemos agua. Es duro”. Ella, sin embargo, no entra en el rango técnico de pobreza que alcanza al menos al 25% de los habitantes de Nosara, mientras la riqueza se multiplica y se ostenta alrededor.
“Mi hijo dice que hay que botar esta casa y más adelante hacer unos apartamentos para poner en Airbnb”. Su hijo, que logró ser profesional, vive en España y ellos no descartan irse con él. Hablan de prepararse para un futuro quizás cercano en este barrio sin playa llamado San Ramón, de calles malas, casas sencillas y terrenos arbolados con algunas reses. No se ven construcciones nuevas, pero sí hay numerosos avisos de venta de propiedades. Es muy probable que pase pronto lo que ya ocurrió en la zona donde estuvo la finca del abuelo Enrique, dice la artesana. “Desplazamiento”, como reconocen en la NCA; “neocolonialismo”, como le llaman en la academia; “turistificación”, en palabras de algunos centros de investigación o “extractivismo”, como lo cataloga Gutiérrez También se le llama “gentrificación”, un concepto que aparece cada vez más en la prensa nacional y en la opinión pública. Ahora dos tercios de los costarricenses perciben que la llegada de extranjeros encarecen la tierra y el costo de vida, y el 84% ve necesario una ley que controle la venta de terrenos de alto valor escénico, según una encuesta reciente de la Universidad Nacional.
Ni Nosara ni Guanacaste son los primeros en recibir una corriente extranjera masiva, pero aquí parece que la explosión pospandémica le dio más velocidad y virulencia por lo que había ocurrido desde años atrás. Todas las zonas costeras y ciertas regiones del Valle Central enfrentan la presión por la llegada de capitales extranjeros seducidos por la rentabilidad, estabilidad y el “vivir bien” junto a bosques, la fórmula que ha sabido proyectar el país desde los años 90 con el desarrollo del turismo, la actividad que representa más de 8% del PIB y aporta el 25% de los empleos, si se incluyen los indirectos, según el Gobierno. El flanco inmobiliario del turismo se evidencia con distintos grados e impactos en casi toda la línea del Pacífico, en el sur de la costa del Caribe y también en zonas rurales del interior.
A los potenciales inversionistas o clientes las agencias inmobiliarias les ponen hasta transporte en sus ciudades para que vengan a conocer pronto y a los obreros de la construcción los traen contratistas en grupos desde Nicaragua, aunque otros vienen por su cuenta. “Un amigo vino con un grupo y me dijo que viniera también. Está bueno porque no pago alquiler, agua ni luz”, dice Antonio Martínez, mientras descansa en una hamaca frente a la habitación de paredes de lata donde vive apretujado con compañeros de la obra, frente a la casa de tres plantas en la que trabaja sin documentos legales. Nunca ha visto a los dueños; sólo conoce al encargado de la empresa constructora, propiedad de unos señores de San José, dice. Al lado, en una banca de tablas, otro trabajador, Ramón Calero, toma su almuerzo de domingo: arroz con frijoles en una taza de plástico. “Está bueno trabajar aquí”, repite convencido o convenciéndose.
Los nosareños, aunque reciben beneficios de la industria, no expresan tanta satisfacción, advierte Emanuel Gutiérrez en una cafetería en el barrio Arenales, conocido como “el de los ticos”, donde cuesta 10.000 colones ($20) un almuerzo básico y un postre adicional. Dedica cuatro horas para explicar cómo Nosara se ha convertido en epicentro de la transformación en Guanacaste y cómo está obligado a verse en el espejo de Tulum.
“Ha sido como una explosión económica a la que los locales no pudieron engancharse, o al menos no como otros. Aquí la pasa mal el que gana $1.000 mensuales”. Eso puede costar por mes rentar una casa mediana en Arenales (o dos noches en una de las mansiones con vista panorámica al mar). Por eso las dificultades para que lleguen profesores al colegio público: vivir aquí se les hace imposible y se ven obligados a tomar el autobús a las 4:30 de la madrugada desde la ciudad de Nicoya, como ha documentado el medio La Voz de Guanacaste en numerosas publicaciones. Por eso la deficiente educación pública y por eso la escolaridad promedio en Nosara llega apenas a segundo año de la secundaria, incluyendo población extranjera.
No es raro que dos o más núcleos familiares compartan una misma casa para bajar costos, mientras en el mismo distrito abundan las mansiones desocupadas en espera de que los dueños vengan de vacaciones o lleguen huéspedes con capacidad de pagar $10.000 o más por alquilar una semana. La población estable ha crecido 80% en Nosara en 15 años, hasta 8.700 personas, pero quienes viven aquí por estaciones alcanzan la cifra de 26.600, sin contar los turistas clásicos de hotel, según el censo con el cual Gutiérrez capturó la “fotografía” actual de Nosara.
Son muchos y acelerados los cambios en la comunidad, si cabe la palabra para un pueblo donde abundan los portones y los muros con cámaras de vigilancia. Las divisiones marcan la vida y también la muerte: hay un cementerio comunal y otro informal donde yacen mayoritariamente cuerpos de extranjeros, ubicado en un área estatal con declaratoria de conservación, frente a la línea de playa. A razón de mercado, su valor es inmenso, aunque no hay precios porque este terreno es público, no se vende ni se compra, por el momento.
La tasa de homicidios en 2024 en Nosara fue 12,6 por 10.000 habitantes, siete veces más que el promedio nacional, aunque no se registraron inversionistas ni turistas entre las víctimas. El narcotráfico también pelea aquí a balazos por el mercado, por surtir con drogas blandas o duras las actividades muros adentro. “El día en que maten a un gringo se acaba Nosara”, suele decir la gente, según Gutiérrez. Los asesinatos fueron la principal causa de muerte en el año, seguida de los accidentes en motocicleta, el vehículo preferido para cruzar los malos caminos del distrito donde pareciera estar prohibido llevar casco, pero el control policial es casi nulo. “Entienda, es la ley de la selva, de sálvese quien pueda”, dice una mujer en la gasolinera que marca un límite entre la zona popular y la turística, cerca de un árbol de guanacaste grande y seco que, por el activismo comunal, se salvó de la tala al lado del río Nosara. Es un monumento natural, un símbolo: su tronco se mantiene en pie con avisos publicitarios de materiales de construcción. Al lado también se promociona un negocio de “real estate”, un curso para portación de armas y una empresa de perforación de pozos, un negocio más que rentable en la zona.
Desde la pandemia, se registró la construcción de 443 piscinas y sólo 42 casas de beneficio social, una proporción de diez a una, según datos del Colegio Federado de Ingenieros y Arquitectos (CFIA). En toda la provincia Guanacaste, la más seca del país, se construyeron 3.500 piscinas desde la pandemia, con un promedio de 38 metros cuadrados por cada una, casi lo mismo que una vivienda del Estado para una familia pobre.
En Nosara no hay cadenas hoteleras, pero en otros pueblos cercanos sí. La noticia del año en el sector turístico fue la apertura del hotel Waldorf Astoria en una bahía a 80 kilómetros de Nosara, donde una noche puede costar hasta $12.000. Es la misma cadena del mítico hotel neoyorquino donde John F. Kennedy solía celebrar su cumpleaños. A un lado funciona un Four Seasons y al otro un Ritz-Carlton Reserve, en un enclave turístico de 1.600 hectáreas llamado Papagayo, impulsado por el Gobierno con una ley especial desde los años 80 para atraer estas inversiones. Ahora Guanacaste es motor de la industria turística que en 2024 batió el récord de inyección de divisas a la economía nacional, uno de los factores de los altos precios en el país.
En la región, mientras tanto, uno de cada cuatro habitantes vive bajo la línea técnica de pobreza y otros miles viven en apuros ante el alto costo de vida en ciertas zonas por efecto de los turistas y esas inversiones externas. El desempleo es mayor que el promedio nacional y una de cada siete personas está en busca de un trabajo, según cifras oficiales.
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No es del todo cierta la idea de la ausencia del Estado. Sí mete su mano, pero la corrupción es conocida en los gobiernos locales (“pagamos al funcionario para que nos diera una asesoría que en realidad era aprobar el permiso”, cuenta un arquitecto dedicado a proyectos turísticos). Desde el Gobierno central la apuesta es promover la industria turística, no necesariamente regularla. Persiste una política de Estado de explotar su marca ambiental y el modo “pura vida” playero para atraer extranjeros en sus distintos perfiles. La última ley especial fue de 2021, para captar ‘nómadas digitales’, foráneos con salarios superiores a $3.000 mensuales (el doble del promedio en Costa Rica en ese año), para que se instalen en el país con exención de impuestos a la renta, a las remesas y a la importación de equipos. Una alfombra roja para que la economía haga el supuesto derrame. En el gobierno actual, el Instituto de Turismo ha hecho pública su estrategia de atraer turistas de alto perfil, con ingresos de al menos $100.000 anuales. Por eso la alegría cuando en enero de este 2025 aterrizó la estrella del baloncesto Michael Jordan en su lujoso jet privado sobre el aeropuerto internacional de la provincia. También cuando vino Ivanka Trump, la hija del magnate que preside el país de donde viene el 61% de los turistas. Ella publicó en sus redes sociales fotografías surfeando en una playa llamada Santa Teresa, en la punta de la Península de Nicoya, donde hay restaurantes que no reciben pagos en colones y donde algunos de los nativos más jóvenes no hablan español.
“Este desarrollo, como le llaman, es en realidad como una aplanadora disonante que homogeniza el territorio y sólo conserva lo que pueda serle útil para ese modelo, como es el caso de algunos bosques”, explica Esteban Barboza, investigador de la Universidad Nacional que ahí dirige el Observatorio de Turismo, Migraciones y Desarrollo Sostenible de la Región Chorotega (OTMS). En su computadora muestra numerosas fotografías que sustentan sus trabajos. Se ve, por ejemplo, Las Catalinas, un “pueblo-resort” privado de casi 90 hectáreas, de estilo mediterráneo, fundado por un empresario de Atlanta y ubicado a dos horas de Nosara. “Comenzó con una visión: una nueva visión de ‘la buena vida’. Esta vida es de responsabilidad y sostenibilidad ecológica, de cohesión social y conexión personal”, se atreve a decir la página web del proyecto, que también cita, cómo no, una reseña de The New York Times: “Los residentes y visitantes viven a unos pasos de restaurantes con vista al mar, una tienda con todo lo necesario para aventuras al aire libre, un mercado gourmet con una bodega de vino, un spa y tiendas de ropa y muebles”.
Los rankings internacionales abonan a la tendencia. Un reporte llamado Millionaire Migration Report dice que en 2025 Costa Rica es el nuevo imán de millonarios en Latinoamérica por la imagen de estabilidad política y jurídica, además del entorno abierto para la libre inversión y una relativamente alta calidad de vida, la segunda mejor de América Latina, según la plataforma Numbeo. Es también una de las mejores naciones para jubilados, según Forbes. En 2024 aterrizaron 1,9 millones de pasajeros en el aeropuerto de Guanacaste, en el centro de la región donde viven unas 400.000 personas.
“Uno siente que nos están aplastando y que sólo valoran a la gente local cuando eso significa generar más plata, pero no por un respeto a lo autóctono. Si pudieran nos compran”, dice Heidy Villegas, de 56 años, cocinera empírica, que se muestra como un ejemplo del peligro de desplazamiento. Su papá le heredó el lote que él poseía desde los años 50 en una zona que luego fue declarada reserva natural del Estado en playa Pelada de Nosara por presión de la NCA, en su intención de proteger el entorno boscoso del pueblo, ese que tantos visitantes atrae y tantas rentas genera. Allí vive ella con su familia desde hace 20 años, como propietaria reconocida por instituciones estatales, pero un proceso judicial amenaza con obligar a la demolición, cuenta ella con papeles en mano. Es una de las 17 familias a quienes el Estado acusa por supuesta usurpación y construcción ilegal en esa franja frente a la playa.
Lo cuenta con rabia porque asegura que hay otras edificaciones de extranjeros a las que sí pueden continuar en ese sector, incluidos hoteles y la mansión donde va a cocinar cuando viene la familia dueña. “Yo ahí abro el portón del frente y caigo en la pura playa. Ellos pueden quedarse y a nosotros nos quitan. ¿Por qué? ¿Porque nuestras casas no son de lujo y afean el paisaje? ¿Porque quieren tener esta franja como su jardín para que les dé más valor a sus negocios? ¿Porque quieren después repartirse esto? Da asco la desigualdad en el trato”. Asegura que no es antiturismo, que no siente envidia y que su familia vive de esas inversiones, pero percibe un desbalance grosero. “Nos ven como precaristas en nuestro país. Actúan como saqueadores, no puede ser que el dinero mueva todo”, dice apretando el puño dentro de su casa, rodeada por un portón alto coronado por varias cámaras de seguridad que captaron el 7 de agosto el momento en que llegó un grupo de policías y funcionarios de Gobierno para notificarle el desalojo. Ahora confía en una última oportunidad de apelar la condena, pero lamenta que el vecino Pablo o la vecina María apenas saben leer y tienen más dificultad para defenderse o contar con defensa legal.
Similar situación enfrenta Nadia Alfaro, de 51 años, encargada de recepción en un pequeño hotel de extranjeros en la exclusiva zona de playa Guiones. Muestra el terreno que con su pareja mantiene desde años atrás y que ve en peligro. Ella conoce de leyes ambientales y de trámites gubernamentales, pero teme que nada logre evitar el desplazamiento y que la zona se convierta en una suerte de parque temático. Parece tener claro el discurso: “es como un gran plan maestro: eliminar a la gente local con el pretexto de preservar la naturaleza y entregar las cosas a los millonarios. Sólo interesa la gente para trabajar, porque sí se generan salarios, pero no importa cómo viven. Ese turismo deja plata que no se queda aquí y los que deciden quedarse hacen vida por su lado, ocupando cada vez más espacios”. Desde la propiedad se veían los turistas en clases de surf y hacia atrás el muro de una casa que cortó un camino comunal bajo el alegato de que eso es área privada. Lo denunciaron a la municipalidad, pero nunca pasó nada.
“Siempre ganan ellos”, exclama desesperanzada, antes de irse al hotel en el auto que le deja una familia extranjera durante las estancias en su país. El camino desde la playa Pelada hasta la calle principal es un escaparate de casas nuevas y de lotes preciosos, de ofertas de servicio para mantenimiento de mansiones desocupadas y de agencias inmobiliarias, incluida la de Rich Burnam, el empresario que pide integración con la comunidad para evitar que las tensiones aumenten más. Una vecina busca en Google Earth algunas propiedades de él para comprobar que están dentro del refugio, sin que lo persigan como a Heidy, Nadia y otros vecinos que buscan la manera de conservar su modo de vida. Quieren preservar su casa o el terreno, aunque sospechan que ya es demasiado tarde y que, como decía Burnam, las soluciones posibles tendrán que venir del mismo lugar de donde vienen los problemas: del mercado mismo o de la relación entre grupos con poder desigual.
(En agosto el Tribunal Constitucional ordenó a la alcaldía de Nicoya iniciar para aprovechamiento público la recuperación de 80 hectáreas bajo control de la NCA y la paralización de cualquier obra en zonas verdes, calles o áreas comunales que fueron parte del “proyecto americano”, un reclamo de décadas. El fallo se recibe como un triunfo en la defensa de los bienes comunales que sienta un precedente para otras comunidades costeras. La NCA respondió que esta decisión pone en riesgo la conservación de los bosques en la Reserva Forestal de Nosara porque, advierte, abre la puerta a “intereses privados” de otros. Vienen meses de conflicto).
*Álvaro Murillo es periodista costarricense, vicepresidente de la Red Centroamericana de Periodistas, redactor en Semanario Universidad y colaborador de medios internacionales.